«¿Ma Loute? ¿Qué nombre es ese?» le preguntan unas chicas al joven Ma Loute, hijo de los Brufort y hermano mayor de los numerosos vástagos de la familia, mariscadores, remolcadores de turistas cuando sube la marea y con una dieta exigente de nutrición. Ellos viven, junto a otros vecinos, en el humilde barrio de los pescadores. Mientras en la campiña cercana veranea la familia Van Peteghen, un grupo endogámico de primos, hermanos y otros parentescos, todos excéntricos, afectados e inconscientes. Mientras tanto, entre las dos orillas, los agentes Machin y Malfoy con sus trajes negros y bombines, pasean e investigan una serie de veraneante desaparecidos en circunstancias extrañas. El primero es obeso. El otro tiene aspecto aniñado, quizás algo andrógino. El caso parece fácil, pero ellos dos son capaces de complicarlo todavía más.
Bruno Dumont está loco o quizás lo parece porque ¿a quién se le ocurre presentar en el Festival de Cannes una comedia como Ma Loute?. ¿Había posibilidades de llevarse algún premio de los nueve a los que optaba en los César?. La respuesta es tan simple como que importa bien poco. En cuestión de galardones el jurado del Festival de Sevilla supo captar la comicidad del asunto con ese Giraldillo de oro a la mejor película y otro más a la actriz Raph. Incluso sus compatriotas de Cannes le otorgaron un premio a la mejor banda sonora sincronizada. Esto es todo un gran detalle ya que la película funciona perfectamente como manifestación audiovisual, en colaboración plena de las dos disciplinas, sonora y fotográfica.
El cineasta consigue una de las mejores mudanzas del noveno arte al séptimo con la particularidad de no basarse en ningún cómic específico, sino que escribe un guión original que bien podría ser el de una novela gráfica ambientada en los principios del siglo veinte, o en alguna revista mensual dibujada por maestros belgas de la línea clara. Dumont no deja de hacer cine, del mismo modo que su anterior trabajo, El pequeño Quinquin, que también era cine aunque se presentara estructurado como una miniserie de cuatro episodios. La alta sociedad saca el máximo rendimiento a los recursos expresivos de las viñetas, cruzando el cine cómico mudo y el humor del absurdo. La apuesta es arriesgada, con un encanto irresistible a pesar de no salir airosa del todo, aunque en la balanza ganan peso los aciertos frente a los errores. De estos últimos habría que resaltar inconvenientes salvables como son ciertas repeticiones de golpes humorísticos que cansan un poco y podrían haber dado más ritmo al film. El metraje ofrece, sin embargo, un salto sin red intelectual ni búsqueda de complicidad por los seguidores del autor. Para recién llegados al universo de Dumont la apuesta se presenta como un ejercicio cinematográfico que ofrece humor, aspereza emocional y, lo más estimulante, que logra sorprender por su anarquía y rarezas.
A su cometido le ayuda un reparto dividido entre los actores menos profesionales, elegidos por su presencia fotogénica, virtud que no tiene que ver con su atractivo sino con la expresividad requerida por el papel. En este caso son los caracteres más salvajes, esa sociedad atávica que observa y sobre todo actúa con rasgos salvajes. Enfrente se encuentran esos visitantes supuestamente más civilizados, a los que apasiona esa panorámica de la bahía, una naturaleza silvestre, yerma, sometida a los caprichos naturales del mar. Un grupo de burgueses torpes en sus relaciones personales, familiares y sobre todo en cualquier actividad que necesite algún esfuerzo. Un elenco con Fabrice Luchini, Valeria Bruni Tedeschi y Juliette Binoche generosos al reírse no solo de sí mismos, sino de sus propias leyendas. Como ejemplos más claros están las alusiones incestuosas de la familia de veraneantes, sus aficiones ya sean la de accidentarse en una carrera con un vehículo propulsado por medio de una vela, gracias a los antojos del viento feroz. Esa histriónica sesión de vermouth en la que acaban todos en el suelo. Mientras, los mariscadores continúan con sus tradiciones ancestrales que refuerza el sobrenombre de su patriarca, el Eterno. Además de proporcionar una de las mejores lecciones sobre la diferencia entre obreros y clases privilegiadas, sin recurrir a un mal didactismo. Por fortuna, las reiteraciones no empañan un uso del sonido onomatopéyico que caracteriza a los personajes, tan libre como lo veríamos en las páginas de un tebeo. Una ambientación de época en los decorados, vestuario, maquillaje y peluquería tan concreta en su aspecto visual, como abstracta en su evocación contemporánea. Secuencias como el momento en que Ma Loute sale de su ensoñación amorosa. Planos que pueden evocar a Bergman, Fellini y Berlanga en el mismo encuadre, sin que importen un pimiento las referencias. O ese policía que rueda por la playa como un tonel con la única coartada de hacer reír.
Lo más curioso es que este largo me dio la misma alegría que revisar Novio a la vista, film con el que comparte unas reglas narrativas como es la ubicación espacio temporal en un período estival, zona marítima y esos amoríos juveniles. No sé si a Edgar Neville, al mismo García Berlanga, a Bardem o tal vez a Enrique Jardiel Poncela por el humor absurdo, les haría tanta gracia. Tampoco sé lo que dirían Buster Keaton, Chaplin, Harold Lloyd, Max Linder, Laurel y Hardy sobre La alta sociedad. Poco importa ante una cinta que los reverencia a su mejor manera. Gritando ¡Cámara y acción!.