¿Qué es el terror? La confrontación de lo desconocido a través de una progresión emocional; la manifestación de un estado que revela nuestra fragilidad; la incertidumbre desde la que afrontar una situación ajena, incómoda; o la modulación de una naturaleza, la propia, en torno a aquello que se nos antoja incomprensible. Una circunstancia que el cine de género ha esbozado comúnmente mediante esos miedos más frecuentes exorcizados en lo que se evidencia desde un terreno físico —incluso en lo sobrenatural—, concibiendo una reacción que apela a los instintos más primarios y, por ende, articula ese horror que nos inmoviliza o nos lleva al límite, a actuar del modo más insospechado.
En La abuela, Paco Plaza demuestra ser un cineasta cuya madurez no sólo se refleja en un refinado aparato formal, lo hace también en decisiones que además de trazar una perspectiva distintiva ante el relato que debe confrontar, amplifica sus constantes sumergiendo al respetable en una coyuntura que no está —a priori— emparentada con el cine de terror, o no con el que un espectador esperaría en un film como el que nos ocupa. Y es que, lejos de una secuencia inicial que probablemente peque de obvia —fruto de un libreto demasiado esforzado en matizar ideas que el texto refleja ‹per se› en más de una ocasión—, el cineasta valenciano aleja en un principio su séptimo largometraje en solitario de un espacio que hubiese sido fácilmente asumible, para indagar en esas notas donde la extrañeza no la produce un adentramiento en el fantástico, sino más bien la colisión con la misma realidad.
En ese sentido, el (re)encuentro entre Susana, la protagonista, y su abuela, desvela una situación compleja no tanto por las circunstancias que se deslizan de la misma —que resultan ser, al fin y al cabo, razonables, por la limitación y edad de su familiar—, sino más bien por la tesitura que tendrá que afrontar a partir de ese momento la protagonista. Es a través de tal disposición como Paco Plaza crea una obra incómoda, tan inquietante y perturbadora como si ciertamente estuviésemos asistiendo a sus compases anexos al cine de género que la debería delimitar, pero esgrimiendo en su lugar una realidad estremecedora; esa realidad ante la que no hay reacción posible, capaz de desestabilizar a cualquiera y sumirlo en un halo de perplejidad por no disponer de los medios necesarios desde los que responder ante tal condición, más por inexperiencia que por incapacidad.
La abuela se rearma, pues, en ese primer acto como si de un cruento drama familiar se tratara, desplegando sus herramientas en un contexto que el autor de Verónica es capaz de explotar, y no precisamente por una predisposición tácita ante tal cometido; la naturalidad con que Plaza despliega esa situación y la alimenta, es alejada de toda afectación: no hay nada postizo en el relato que se plantea, y cada pequeño pespunte sirve para dotar de corporeidad a un film que, por si fuera poco, tiene muy claros sus propósitos lejos de la subordinación que se producirá cuando entre en un terreno del todo sobrenatural; una traslación, la del relato dramático descrito en La abuela a un marco meramente terrorífico, que en ningún momento incurre en una ruptura tonal que hubiese sido contraproducente, pero que sin embargo Paco Plaza evita gracias a una composición formal soberbia, cuya virtud central es esa capacidad de integrar bajo su naturaleza distintos matices que bien podrían quebrantar un universo proyectado con perseverancia.
Si bien La abuela aglutina sus bondades mediante una composición formal exquisita —basta con ver esa citada secuencia inicial, donde descubrir a un cineasta que ha pulido sus defectos con temple y elegancia—, un entendimiento esencial de los tiempos y una transición —de lo dramático a lo terrorífico por la senda del sobrenatural— perfecta entre géneros, su efecto queda anestesiado por un guión —de puño y letra de Carlos Vermut— empeñado en arrojar constantes y subrayados a un film que demuestra mucha más tenacidad en la construcción de espacios y secuencias, y que posiblemente se comprendería mejor a través de unos rasgos que el cineasta sabe desgranar, dotando a la narración de una corporeidad propia y exponiendo secuencias y detalles que parecen discernir mucho mejor la esencia de La abuela que ciertos apuntes de un libreto errático por momentos. Ello, si bien mitiga las cualidades de una cinta que podría haber aspirado a más, no empaña del todo el resultado de una obra que, aunque no encuentra el modo de cuajar, pone a su autor en el lugar que le pertoca: entre los mejores cineastas afianzados en el cine de género de la actualidad, cosa que no muchos pueden decir.
Larga vida a la nueva carne.