Nikifor fue un misterioso y extraño personaje que alumbró desde la oscuridad en la Polonia de los años sesenta. Poco se sabe de sus orígenes. Existen diversos supuestos acerca de su lugar de nacimiento y estirpe familiar, no del todo contrastados. Igualmente a causa de una extraña enfermedad al parecer heredada de su madre llamada anquiloglosia —consistente en no poder ejercitar la lengua para articular correctamente el lenguaje debido a la unión de la misma con el paladar— apenas podía pronunciar palabra de manera inteligible. A esto se añadía su sordera y analfabetismo. Fue un paria del sistema. Un inadaptado tachado de enfermo mental en virtud de sus taras y su estampa tan desaliñada como andrógina. Un ser al que ni siquiera los dogmas comunistas lograron ofrecer cobijo. Nikifor vivió al margen de una sociedad que lo contemplaba como un bicho raro del que había que huir como alma que persigue el diablo. Malvivió a duras penas de la caridad brindada por ciertas familias que ampararon a este alma en pena durante algunos meses, pero que asimismo la dieron la patada cuando la quebrada personalidad de este noble sujeto salía a relucir en todo su esplendor.
Pero bajo la apariencia enfermiza de Nikifor asomaba un retratista innato. Un talento destapado quizás como un acto de esa rebeldía que trataba de verter a través de dibujos orillados en contornos tan singulares como servilletas, folios y demás enseres diseñados para otros menesteres divergentes a los estrictamente artísticos un alarido con el que dar fe de la presencia en el mundo de ese minúsculo ermitaño ignorado por todos. En 1960 en el entorno del balneario de Krynica Nikifor conoció por un casual a otro colega de pinceles y lienzos llamado Marian Wlosinski. Un artista que a diferencia del protagonista de esta reseña no ostentaba aptitudes naturales para el ejercicio de la pintura. Porque Wlosinski era totalmente antogonista a Nikifor, esto es, un creador de paisajes desde el esfuerzo y el trabajo frente a la chispa ligada a la genialidad. Algo que no casa en un hábitat reservado al ingenio en detrimento del temperamento obrero. Fue precisamente este infeliz pero persistente autor adscrito al partido comunista el que protegió y promocionó el trabajo de su colega Nikifor, fascinado por la facilidad con la que el artista con aspecto de mendigo lograba construir precisas e hipnóticas obras de arte. Sí, la historia descrita parece un espejo en distinto sentido de esa relación de admiración/envidia que Salieri sentía por Mozart. Y esto es precisamente lo que más me gusta de Mi Nikifor, cinta dirigida por Krzysztof Krauze que se alzó con el globo de cristal a la mejor película en el Festival de cine Karlovy Vary.
Y es que Mi Nikifor se centra precisamente en los últimos años vividos por este enigmático pintor europeo, abarcando un espacio temporal desde los primeros años sesenta hasta su internamiento en un hospital aquejado de la tuberculosis que acabaría con su vida en 1968. De este modo el co-autor junto a Joanna Kos (que aquí escribe al alimón con Krauze el guión de Mi Nikifor) de Papusza construye un biopic de tono onírico, tan insólito y raro como el personaje protagonista centrando el argumento en la historia de amistad y dependencia que se establecerá entre el sensato Wlosinski y el insurrecto Nikifor. Así, el relato se narrará a través de las vivencias familiares y políticas disfrutadas por esa especie de Don Nadie incapaz de despuntar entre la marea que constituye el término medio que responderá al nombre de Wlosinski.
En este sentido la cinta mostrará el inicial encuentro entre los dos artistas en el balneario de Krynica. Unión que arrancará en un ambiente de desconfianza y rechazo originado por el aspecto de Nikifor, pero que gracias a la revelación del talento de éste destapado mediante una serie de retratos pintados en minúsculos lienzos, derivará hacia una malsana fascinación del pintor del partido en favor del outsider sin hogar. Krauze se centrará en plasmar la rutinaria vida familiar de un Wlosinski apresado por una mujer y dos hijas pequeñas a las que apenas prestará atención, e igualmente radiografiará de forma bastante superficial las intrigas políticas inherentes al corrupto e interesado gobierno comunista polaco de los sesenta, exhibiendo el enchufismo presente en el ambiente.
En los primeros compases del film asistiremos al tormento que Nikifor infringirá en el ingenuo Wlosinski. Sufrimientos que empujarán a este último a tratar de desprenderse del primero iniciando para ello una hetedoroxa investigación con objeto de localizar a algún pariente cercano de nuestro héroe. Sin embargo, Wlosinski cambiará radicalmente su actitud al ponerse de manifiesto que Nikifor es en realidad un ciudadano sin papeles y por tanto de origen desconocido. Únicamente unos pocos vecinos que dieron cobijo al pintor a cambio de realizar diversos trabajos para pagar su estancia parecen dar testimonio de la presencia en el mundo del artista.
Así, a medida que Wlosinski profundizará en el talante de Nikifor, el pintor de cámara tomará conciencia de sus lagunas artísticas y del fracaso que ha resultado su propia vida. Puesto que sus aspiraciones de éxito y reconocimiento se alzarán como un espejismo de su mediocridad frente al talento descomunal de un analfabeto al que le bastará su clarividencia interior para recrear obras maestras sin tener que depender de insípidos manuales y estudios universitarios, ni tampoco de la opinión interesada de eruditos críticos de arte. De modo que el vínculo que se erigirá entre admirador y maestro supondrá la ruptura de Wlosinski con su familia, dedicando a partir de ese momento su esfuerzo al cuidado de un genio aquejado de una mortífera tuberculosis que acabará finalmente con su vida.
La cinta plantea pues un interesante estudio de la bifurcación entre genialidad y sudor laboral. Del talento en continua lucha contra el trabajo vacío de arte, e igualmente de esos tormentos que persiguen a los superdotados en cualquier campo que termina condenando a los que han sido tocados por la varita mágica de la genialidad al ostracismo, la soledad y la enfermedad en virtud de su singular naturaleza. Frente a estas víctimas de su propia esencia, Krauze antepone a esas personas estables que disfrutan de lo que la sociedad acepta como una vida normal, con un trabajo funcionarial y una familia deliciosa. Unas personas excesivamente sensatas y por tanto con aversión al riesgo, incompatibles con esa inmortalidad pretendida que está solo reservada a individuos guiados por la inspiración.
Pese a las bondades que desprende una cinta construida con unos cimientos narrativos muy marcianos, quizás el deseo de Krauze de querer bosquejar su obra con un singular pincel alejado del clasicismo, impide en cierto sentido conectar con los personajes y situaciones hilvanadas por el autor polaco. Al igual que los dibujos de nuestro peculiar héroe, Mi Nikifor se destapa como una obra heterodoxa, abstracta, tejida con un rasgo tan indefinido como impreciso. Tal como sucede con las obras de arte moderno estoy seguro que existirá cierto público que sentirá una instantánea fascinación por este excéntrico biopic, pero igualmente habrá otra parte que juzgará la misma como un espanto. Lejos de debates he de resaltar sin restricciones la magnética interpretación digna de admiración que ejecuta la actriz Krystyna Feldman personificando con maestría bajo el disfraz de un maquillaje camaleónico al eremita pintor que titula la obra. Este es otro de los puntos que permiten calificar a esta desconocida obra polaca como una película interesante que vale la pena ser contemplada.
Todo modo de amor al cine.