Kristoffer Borgli es un director de cine infeccioso. Según el argumento de la película y el ánimo de espíritu del espectador que la vea, el efecto de la infección puede ser muy distinto, pasando de la risa genuina al disgusto e incluso a la incomprensión. También varía por otros motivos, por ejemplo, dependiendo de la duración de la obra o, yendo un poco más allá, de la interacción del espectador con su filmografía. En mi caso puedo hasta notar el cosquilleo. Una sensación inicial que puede acabar en risa, pero que también puede acabar en un escalofrío. Ya en su momento, después de ver Sick of Myself, me referí a ella como una película tóxica muy disfrutable.
Leyendo los argumentos de parte de su filmografía y viendo algunas de sus películas (largas y cortas), uno puede pensar que Kristoffer Borgli es un observador que reflexiona sobre el estado del arte, de las sociedades y, por encima de todo, del nivel de exposición actual en el mundo moderno. De cómo encajamos nuestras piezas en él y de cómo encajan las piezas de los demás en nosotros. Lo falso dentro de lo real y la realidad que no sabemos cuándo es cierta, llevada hasta límites incómodos e insospechados, pero sobre todo retorcidos. Por eso uno no puede evitar el cosquilleo, entre la risa por el exceso y el escalofrío por la capa interna que hay de realidad detrás. Porque es una realidad cotidiana en la que cada exageración pone más énfasis en el absurdo que supone, en lo caótico que es todo lo que nos rodea a veces. Como aquello de que, si te pica, no te rasques, pero adaptado a nuestros tiempos más sociales, dejando claro que, como cineasta, Borgli es un gran exponente de lo ‹random›.
Eer, un cortometraje de menos de 9 minutos de duración, es un buen ejemplo de infección. No solo desde lo figurado, también desde la literalidad. Un escenario en el que todo el mundo es raro, asqueroso y delirante a su manera, pero donde solo se es desagradable hacia el final (al menos en lo que se refiere al trato personal). Borgli hace manar, cual hemorragia nasal, bastantes ideas absurdas que encajan con referencias al mundo real, aunque, como ocurría en algunos tramos de Sick of Myself (a la cual recurro por lo que uno puede ver aquí de aquella), no siempre es capaz de formar un mensaje coherente. En cualquier caso, precisamente gracias a su escasa duración, Eer consigue que todas esas ideas —narcisismo, libertad, seudociencias— que aparecen resulten interesantes, tragicómicas e inclasificables, no importando tanto a dónde va a parar la premisa inicial —si es que la hay— como sí importa el contenido de cada escena y, en especial, de los diálogos, a los que la yuxtaposición ayuda a hacer aún más divertidos y las imágenes grotescas ayudan a elevar algunas ideas más allá de la sangre sin sentido.
Por otra parte, y como casi siempre en estos casos, la crítica de Kristoffer Borgli camina por una fina línea que, por el momento, es equilibrada, aunque del modo en que lo es la salud del Señor Burns: por el exceso, el cúmulo y la abundancia por todas partes. Sin ser nada sutil, tampoco toma al espectador por tonto. Es explícitamente satírico y mordaz, lo cual hace de su filmografía algo todavía más inusual y raro, porque, al mismo tiempo, casi todas sus ideas están abiertas a la interpretación. Va al grano, pero permitiendo que puedas sacar tus propias conclusiones mediante un reguero de risas nerviosas, incomprensión, curiosidad y referencias al mundo real que dan bastante miedo (vistas desde su perspectiva). Un ‹rara avis›, vaya, aunque quizás no tanto dentro del espectro escandinavo actual.