El tiempo. Un concepto abstracto que, sin embargo, condiciona cada aspecto de nuestra vida, de nuestro entorno. Hemos contado cada día de confinamiento, hemos recordado efemérides y, en un sentido temporal inverso, miramos al futuro proyectando en tiempo cuanto falta para que una determinada situación llegue o acabe. El tiempo, tan cercano, tan presente y al final tan inalcanzable como las ondas expansivas en el agua. Las ves, las constatas pero no se pueden coger o inmovilizar, solo verlas desaparecer a medida que avanzan hacia su extinción.
Esto, a título individual, puede parecer insignificante en medio del marasmo histórico que nos precede. Pero, ¿qué es la historia sino un conjunto de vivencias y decisiones individuales que han afectado al colectivo? Momentos que han conformado un contexto general explicable, pero también pequeños microcosmos culturales en forma de tradiciones que aún perviven o leyendas en sustrato oral que, sin tener base científica demostrable, han conformado modos de supervivencia o maneras de interpretar acontecimientos hasta el día de hoy. Ondas históricas, una vez más, que son ecos fantasmales que siguen resonando.
El dueto Ben Rivers y Anocha Suwichakornpong, realizan de alguna manera un estudio de este fenómeno a través de un dispositivo en el que se aúna el formato documental y el lenguaje metacinematográfico. Un asalto a la realidad mediante una ficción que, al igual que en el anterior trabajo de Rivers, The Sky Trembles and the Earth is Afraid and the Two Eyes Are Not Brothers, acaba desbordada y superada hasta hacerse indistinguible una de la otra. No obstante, si en esta última la investigación acababa por ser un viaje hacia la locura a través de una tradición que se sentía amenazada por la occidentalización y racismo antropológico de sus perpetradores, en Krabi, 2562 todo se tiñe de una convivencia que tiene más que ver con la curiosidad que con el intrusismo.
A través de entrevistas y del rodaje de la ficción de una leyenda tailandesa, nos adentramos en un viaje a través de los recuerdos de sus habitantes y de cómo la vida de la pequeña localidad retratada ha cambiando tanto a nivel estructural urbano como con su relación con la naturaleza. Un trayecto que va desde el recuerdo de la memoria cercana hasta las cuevas prehistóricas, origen del todo. Un recorrido donde aspectos como la desruralización, la soledad, el impacto del turismo toman cuerpo y se interrelacionan mostrando como una leyenda puede ser al mismo tiempo generadora de riqueza y ruina. Ondas que se expanden, crecen y se destruyen.
A pesar de un cierto caos narrativo, del laberinto multitenmporal y metaficcional no cabe duda que estamos ante un film tan fascinante como lírico. Con una cadencia poética en su desarrollo que nos remite inevitablemente al cine de Apichatpong Weerasethakul en lo referente a sus transiciones y puestas en escena, pero que va un paso más lejos en cuanto a un cierto compromiso de romper la ventana formal para que el comentario social, o si se quiere histórico reflexivo, adquiera una trascendencia que vaya más allá del placer del cine contemplativo.
Podríamos decir que Krabi, 2562 es un salto hacia un cine que se postula como tratado filosófico a través de herramientas no exactamente novedosas en su esencia pero sí en el uso que se hace de ellas. Un film que, de alguna manera, no es tanto una invitación a la reflexión como una reflexión en si mismo. Tiempos que se cruzan, que chocan y se concatenan en movimientos sísmicos de causalidad. De la cueva al karaoke, del rodaje de la leyenda en imágenes a la verbalización de la misma como artefacto turístico. Ondas temporales, al fin y al cabo, que nos sitúan en el aquí y ahora sin olvidar el retrovisor a la cueva y el foco proyector hacia el interrogante que es el tiempo por venir.