Un hombre con un sueño que roza lo imposible. Una premisa repetida hasta la saciedad en centenares de ocasiones. Un punto de partida que, de ser mezclado de manera acertada con el resto de ingredientes que componen un largometraje, puede dar lugar a productos memorables; de esos que mantienen en vilo y te hacen pensar que todo es posible —algunos lo llaman “la magia del cine”.
Dentro de este contexto genérico, Kon-Tiki ha conseguido alzarse con el reconocimiento de la academia de cine norteamericana al ser nominada al Oscar a mejor película de habla no inglesa, ofreciendo una visión épica —puede que en ocasiones incluso demasiado excesiva— del viaje que el explorador Thor Heyerdahl realizó a través del pacífico en una barcaza de madera —cuyo nombre coincide como el de la película—, que le sirvió en 1950 para alzarse con el premio Oscar a mejor documental gracias a las filmaciones que recopiló para documentar su proeza.
La cinta noruega es un claro ejemplo de cómo se debe afrontar y ejecutar una película de aventuras. Para empezar, Kon-Tiki posee un punto de partida fascinante, con un protagonista carismático y un objetivo a priori imposible que, como un imán, consigue atraernos instantáneamente gracias a un primer acto en el que la pareja de directores Joachim Rønning y Espen Sandberg dejan entrever los derroteros por los que va a moverse el filme, prometiendo en su excesivamente dilatado planteamiento aventura y espectáculo de primera categoría.
Este rumbo queda confirmado al zambullirnos de lleno en medio del océano con Thor y su tropa de marineros —unos más curtidos que otros— a bordo de su rudimentaria barca. Es en este momento cuando Kon-Tiki se convierte en la clásica película de aventuras que prometía desde el principio, y cuando la técnica se pone al servicio de la historia, desplegando un potentísimo arsenal audiovisual que hará desfilar ante nuestros ojos uno de los espectáculos audiovisuales más bellos que se han visto últimamente.
El mayor pro de Kon-Tiki es que consigue ofrecer una experiencia muy completa, aunando espectáculo y desarrollo argumental sin abandonar a ninguno de los dos elementos, cuya simbiosis es totalmente necesaria para que el resultado final sea satisfactorio. Entre una fotografía deslumbrante y la recreación del océano Pacífico —con su fauna y flora—, Rønning y Sandberg no se olvidan de los personajes, de su evolución, y de los conflictos que se generan entre ellos, poniendo en peligro la expedición más allá de los evidentes contratiempos logísticos y climatológicos.
Lamentablemente, donde hay pros hay contras, y el mayor hándicap de Kon-Tiki no está sembrado por nadie más que sus propios realizadores.
La —justificada por otra parte debido al hito que supuso la expedición— grandilocuencia con la que se presenta la historia de Heyerdahl y sus ansias de aventura se convierte en el principal palo en la rueda del filme. Una vez finalizada la proyección, uno se queda con una ligera sensación de decepción generada por la idea de que, pese a que el filme posee un envoltorio que parece cubrir un cine de aventuras de primerísima categoría, sólo estamos ante un producto simplemente digno de mención.
No caigamos en el error de pensar que Kon-Tiki no cumple con creces con sus pretensiones y sus promesas. La película ofrece un espectáculo audiovisual maravilloso que pasa como un suspiro, divierte y entretiene como pocas, y tiene ese regustillo clásico que la dota de un atractivo aún mayor si cabe.
¿Es su nominación al Oscar excesiva? No para un servidor, si bien es cierto que dista mucho de la excelencia que otras cintas similares han demostrado poseer a lo largo de la historia. Pese a todo, es una gran excusa para disfrutar de un tipo de cine que, desgraciadamente, ha ido en decaimiento con el paso de los años.