Si bien lo familiar forma parte indispensable de un cine como el de Kôji Fukada, no siempre se ha desplegado del mismo modo y con una profundidad desde la que el cineasta nipón ha tendido a forjar esos turbadores recovecos emocionales que han derivado en un sentido cada vez más perverso del relato, bordeando los límites de una moralidad que sin embargo el autor de Harmonium siempre redirige a través de una obra que halla en el simbolismo uno de sus principales aliados. Algo que resulta patente en uno de sus primeros largometrajes, una Au revoir l’été que toma cierta distancia con sus trabajos posteriores, dibujando una crónica mucho más evocadora y sosegada, sin dobleces ni curvaturas que en ocasiones han desnaturalizado un carácter proyectado desde las imágenes. Es, no obstante, ese reflejo familiar en el que indaga Fukada, el que otorga al film que nos ocupa una lectura distinta y ciertamente sugestiva ya desde una de sus primeras escenas, donde en un extenso diálogo mientras la protagonista pasea junto al mar, se desliza una cierta melancolía que casi parece propia de la época en la que se desarrolla la acción, pero en especial entronca con la propensión insinuante de una cinta que no únicamente se queda en la alusión —sobre todo a un Rohmer del que se suele hablar cuando se habla de ella—, trazando asimismo un mosaico de lo más sugestivo desde el que la exploración de la adolescencia trasciende la mera ‹coming of age› encontrando otros meandros en los que desarrollar su historia.
Au revoir l’été dispone, pues, algo más que ese recelo afectivo en la relación que se establecerá entre Sakuko (una magnífica Fumi Nikaidô), la protagonista, y Takashi, un lugareño del pueblo al que irá a pasar el verano: es también una suerte de crónica sobre esa incapacidad de avanzar por más que, llegados a un cierto punto, sus personajes quieran adquirir una madurez implícita en el paso del tiempo —algo que se sustrae, por ejemplo, de esa secuencia donde ambos andan por encima de los raíles y él apela a la madurez del rostro de una niña en una película—. Es, además, en esa huida constante plasmada en el personaje de Takashi, donde Fukada logra dotar de una mayor profundidad al retrato, pues al fin y al cabo no es sino una prolongación de esa búsqueda constante que termina derivando en una suerte de no espacio, de intento por llegar a algún lugar sin saber muy bien por qué.
Para ello, el cineasta japonés asienta su trabajo sobre una austeridad formal que se deduce especialmente de cada composición —donde destacan por lo general planos más bien generales o abiertos y recursos sobrios como las panorámicas— y de un cuidado montaje que sostienen la construcción de ese particular universo donde la fantasía alude a la realidad de alguna manera y, en ese constructo, la realidad ofrece su réplica. No obstante, y lejos de ciertas pequeñas fugas, a lo que apela Fukada es a la configuración de una cotidianidad alejada de toda impostura, donde la sencillez se sobrepone a cualquier otra mirada que, aunque en ocasiones sea evocada por un habitual del realizador como el director de fotografía Kenichi Negishi, también contiene un aura de ensoñación que no logra sino hacer crecer el relato en otras direcciones de lo más sugerentes.
De hecho, resulta casi definitorio que Au revoir l’été encuentre su cierre de una forma en cierto modo casual, como si no estuviésemos más que ante un periplo que, tal como se abrió, termina cerrándose, separando sus caminos con esa sencillez efímera por la que nos conduce en ocasiones la vida, y apelando a un punto final que en realidad no es tal, puesto que las experiencias se siguen cargando en la propia mochila, el periplo sigue otorgando experiencias desde las que comprender que la perspectiva no siempre está en la propia mirada, y todo ello con una franqueza que en ocasiones capaz de conquistar con tan poco.
Larga vida a la nueva carne.