Vamos a mimetizarnos con el personaje. Viajaba en uno de esos trenes de cercanías en edad de jubilación cuando la grabación que se repetía constantemente comenzó a emitir un pitido ensordecedor en mitad de su recital. El sobresalto fue abrumante, pero nadie a mi alrededor se inmutaba. ¿Sería mi imaginación? La grabación reiniciaba sus consejos de viaje para volver a ser interrumpida por ese diabólico sonido. Ninguna reacción. ¿En serio, señores? El mundo entero puede estar absorto en sus pensamientos, pero ese acrobático crujido semejante a un altavoz cayendo de un quinto piso tenía que provocar alguna mueca de desagrado en alguien. Solo nos dejaba dos posibilidades: estar frente a un sonido que cualquiera pudiese ignorar o que yo estuviese multiplicando su efecto en mi cerebro —aunque yo tenía razón y el resto se equivocaba, eso en mi cabeza lo teníamos todas claro—. El sonido se convierte así en un emancipado disturbio que contempla la sensibilidad de sus afectados y convive con la ignorancia de aquellos que lo eluden.
El debut de Frida Kempff, hasta el momento interesada en el documental, sabe dotar al sonido de un potente carisma con el que acrecentar distancias sociales. Su punto de partida nos invita a poner en duda cualquier testimonio de su protagonista, Molly, una mujer que debe comenzar de nuevo su vida. Lo hace en un lugar desconocido, que pronto se convierte en el centro de la acción. Knocking se resume en la constancia que invita a la locura a dar un paso al frente, pero no desde la desacreditación de quien sufre ese sonido, buscando una motivación que vaya un poco más allá de lo acostumbrado.
Para ello enfrentamos varios temas a un mismo tiempo. Molly es una mujer, que va a vivir a un edificio donde prácticamente todos los vecinos son hombres. Además, Molly acaba de pasar una temporada en un hospital psiquiátrico, encontrándose bajo supervisión de su actividad y una rigurosa alimentación farmacológica. En ambos sentidos, la directora busca reinterpretar los roles de género y la forma de entender la salud mental, por el modo en cómo todo aquel que rodea a la protagonista invalida aquello que ella está convencida de oír. No hay que obviar que este es un ejercicio de género y por tanto se busca un ambiente opresivo que vaya dando forma al macabro repiqueteo de paredes con el que convive Molly. Afrontamos continuamente la imagen de ella en primer plano, llevándonos a imaginar el enfrentamiento continuo que tiene con su realidad, de un modo acusatorio o imperativo, la cámara se aferra a su cuerpo para que el efecto sea más desquiciante y absorbente. Al mismo tiempo, idealiza el recuerdo de su pasado con una imagen calmada y veraniega, siendo este un recurso continuado con el que concebir la culpa personal a través de un reiterativo ‹flashback› que focaliza el drama de Molly, otorgando un sentido a su antes y a su actualidad, dándonos a entender que debe salvar una situación que no pudo en el pasado, para recrear una y otra vez la incógnita de qué es real y qué un mal viaje auditivo.
Dentro de esta ambientación pesadillesca, que bascula entre el drama intimista y el desenfoque de la realidad, la directora exprime el concepto de bucle, permitiéndose incluso un pequeño homenaje a la magnífica escena de la ventana de El quimérico inquilino de Roman Polanski. Knocking consigue agudizar el ingenio sonoro y desvirtuar las funciones cognitivas en favor de la obsesión, pero el bucle en el que nos encasilla no termina de conseguir su efecto asfixiante, hasta el punto de no importar realmente hacia dónde cae la balanza al final del film. Pese a ello, no deja de ser un interesante ejercicio de terror a través de elementos cotidianos, confirmando que nuevas voces buscan afianzar las historias más oscuras a través de las renovadas preocupaciones de la sociedad sin dar la espalda a los clásicos, además de poner en el punto de mira lo posible como estigma de nuestra convivencia colectiva.