Que Kiyoshi Kurosawa es un cineasta capaz de sustraer una visión tan personal como distintiva de cada una de las parcelas de terreno que pisa es algo que se deduce fácilmente de su toma de contacto —y, cómo no, reformulación desde una óptica personal— con cualquier género al que se acerque, ni aunque sea de modo testimonial —no a tenor de los resultados, sino del modo en cómo es capaz de diluir ciertas temáticas y categorías en su caldo de cultivo, encauzándolas hacia un terreno particular donde transcribir sus propias inquietudes—. A tenor de su nueva revisitación genérica con La mujer del espía en un ejercicio en el que encontrar (una vez más) bifurcaciones ya habituales en su obra, se antoja primordial introducirnos en uno de sus primeros trabajos a raíz del éxito obtenido por Cure, probablemente uno de sus mejores largometrajes hasta la fecha. Es en ese contexto, el de la recepción que obtendría el film protagonizado por Kôji Yakusho, donde surge la posibilidad de filmar un díptico que terminarían formando La senda de la serpiente y Los ojos de la araña, este último, título en el que nos centraremos para intentar dilucidar una mirada inaudita.
Probablemente, el hecho de que ambas cintas surgieran a través de un encargo, no germinando desde la raíz como proyecto propio, resulta de lo más interesante para comprender la personalidad de un cineasta en el que no parecen brotar dudas en el desarrollo del mismo. Y es que quizá Kurosawa sea un cineasta en ocasiones irregular, acuciado por algún desajuste narrativo que resta fuerza al conjunto —véase esa suerte de epílogo durante los minutos finales de Before We Vanish, aunque el resultado final siga siendo notable—, pero lo cierto es que el carácter y seguridad con que suelen estar revestidos sus films, arrojan una cualidad única que, lejos de alimentar cierta percepción ante sus títulos más fallidos, lo definen como una figura única.
Buena muestra de ello podría ser el arranque de Los ojos de la araña, donde Show Aikawa —que sería el protagonista de ambos films— encierra en una habitación al asesino de su hija para tomarse la justicia por su propia mano. En esa primera secuencia, y tras una serie de ‹flashbacks› que emplazan el encuentro de la hija por parte de Nijima, el padre, la violencia de la escueta venganza ejecutada por este último contrasta con las estampas de lo que se antoja una vida familiar rutinaria y un periplo laboral tampoco sin demasiados incentivos. Así, y en apenas unos minutos, Kurosawa ya ha dirimido esa ‹vendetta› que sirve como pretexto más que como motivo de la cinta, del mismo modo que dotado de un determinado contexto al personaje central del film. Todo filmado con mucha intención, un estilo que se antoja más bien parco —pero no exento de detalles, como en ese plano donde, justo después de consumar la venganza, el protagonista mantiene un inane diálogo con su mujer y el cineasta nipón los distancia con la profundidad de campo— y una ausencia, a priori, total de ornamentos sonoros.
No será hasta el encuentro fortuito con un antiguo compañero de escuela, que le ofrecerá un nuevo trabajo, cuando Los ojos de la araña tome definitivamente cuerpo a través de una senda que arrojará el que quizá es, hasta la fecha, uno de los trabajos más intrincados del autor de Kairo. Aquello que, al entrar en materia, podría parecer una suerte de relectura por parte de Kurosawa del cine relativo a la Yakuza —y que, en realidad, no deja de tomar elementos de la obra de Kitano, especialmente en esas incursiones humorísticas tan peculiares que parecen restar relieve al asunto—, se transforma en realidad en el escurridizo y extraño relato de un personaje que, si bien no parece buscar incentivos lejos de su mundana existencia —aquella que queda apuntalada, en especial, por sus vínculos afectivos—, termina de un insólito modo asentándose en un lugar donde, pese a algunas dudas, sí parece encontrar encaje; ello lo corroborará, a partir de ese momento, la ausencia de un ámbito familiar que prácticamente desaparecerá —apenas dos secuencias (una cortísima, y la otra donde se personará ese elemento sobrenatural tan presente en el cine del nipón)— para dar paso a las desventuras de Nijima en el seno de esa banda que parece comandar, en un principio, su antiguo compañero Iwamatu.
Ciertamente, Los ojos de la araña no deja de ser un trabajo menor de Kurosawa, en cuyas claves —lejos de las desgranadas más arriba, también esa irracional explosión violenta final que parece alimentar el absurdo de un particular microcosmos— confluyen las virtudes de un cineasta cuyo potencial, no obstante, queda expuesto de sobras. Porque puede que con el film que nos ocupa estemos hablando de uno de esos títulos que no se puede equiparar con sus grandes logros, pero cuanto menos sí uno diferencial, de esos que rara vez quedan en el imaginario descrito como otra de tantas obras para completistas; desde luego, la entidad que posee un film como Los ojos de la araña parece demostrar que no es otra de tantas.
Larga vida a la nueva carne.