Aunque estamos en territorio navideño en Cine maldito, y aunque sí, Kisses transcurre durante las navidades, permítanme desmarcarme de hablar de eso tan manido que es loar la voluntad de romper el Happy Christmas habitual. Y no será porque no apetezca valorar una película que sin respeto alguno se mea en el espíritu navideño. Y no será porque no apetezca hablar de su capacidad de síntesis de las situaciones dramáticas con un recurso tan simple como efectivo como es el uso del color.
No, permítanme que no les hable de ese periplo cercano al realismo fantástico de sus protagonistas. Ni tampoco de no obviar los elementos desagradables sín caer eso sí, en el tremendismo más pornográfico. No, no voy a hablar de ese juego de muñecas rusas que consiste en ir desencapsulando la tristeza, la depresión y la miseria, para llegar a la última matrioska que bien podría llamarse luz o esperanza o como quieran llamarlo.
No y mil veces no. Me niego a querer explorar los recovecos de la brocha gorda en la concepción subrayística de la banda sonora, ni de la obviedad del uso de Bob Dylan. Porque funciona, y como funciona me niego una vez más a ensalzar tal mecanismo. No, no quiero, que se sepa lo milagroso de conseguir que con canciones usadas miles de veces, hasta la náusea, se consiga poner bizcochón al personal.
No, no lo voy hacer. No lo haré porqué todo ello me llevaría a hablar del terrible círculo argumental de la película. De los horrores del despertar en una fría mañana y encontrate con la gélida verdad de la muerte (de la esperanza, de la presunción de bondad navideña, del papel regalo arrugado que hace pocas horas parecía lo más bello del mundo, de tantas metáforas igualmente poéticas y pesadillescas). La vuelta a un mundo real hostil, terrible e inasumible. Un mundo ventoso, árido, demencial en su crueldad y duro como un puñetazo en su falta de amor.
No. No he querido hablar de todo ello. Porque quiero hablar solo de una escena. De amor, de los dos besos. El primero agradecido, infantil, reconociendo un heroismo que no es tal, que es, que debería ser lo normal ante un acto de crueldad. Un beso que sirve para mirar, para prometer, para saltar de una niñez que ningún miserable ha conseguido romper, a la asunción del mundo adulto. Y los adultos se besan, se quieren, se enternecen y lloran. Y ponen la lengua, y cierran los ojos, y no hay violines, solo silencio. Porque lo que suena es el amor. Sí, amor, con todas las letras, sin las cursilerías propias que tanta gente profiere en su nombre y que por ello mismo profanan. No es un beso, es EL beso. Es el plano soñado. El plano que te transporta, que te hace olvidar donde y porque se da ese beso. Es el plano que se siente, se paladea, que emociona, que te hace llorar porque te estremece.
Sí de eso quería hablar. Sólo de eso. Feliz Navidad.