Fuego. Inexorable, perpetuo. Una fragua donde Shinya Tsukamoto vuelve al metal. Elemento indisociable de la obra del nipón, que en Killing vuelve a cobrar sentido específico, demostrando que aquel carácter indomable y propio de un cine que dejó piezas como Tetsuo, Bullet Ballet o joyas desconocidas como Snake of June continúa otorgando vías de lo más sugerentes aunque huya de terrenos más reconocibles.
Su nuevo trabajo nos traslada al período Edo del Japón Feudal, centrándose en la figura del samurái, (casi) vestigio de la sociedad que les repudiaba, quedando como única opción la formación de clanes para ir a la batalla. En ese marco, un joven samurái que protege a una familia de campesinos, se verá abordado por otro más veterano que le ofrecerá unirse a su clan. Tsukamoto añade al triángulo inicial —formado por el protagonista y los dos hijos de los aldeanos— un nuevo elemento a partir del que ir desentrañando los distintos vínculos entre ellos; y es que Killing, por extraño que parezca, es una película de personajes y no, no hablamos de una psicología desarrollada sólo en cierto grado, más bien de la relación de dominancia establecida mediante el relato de poderes.
Ese contexto, precisamente, es el que fija la mirada del cineasta de nuevo en uno de sus componentes clave: el metal, la espada, como símbolo del poder del que hablaba; esta lucha implicará directamente al protagonista con la hija de los campesinos y el recién llegado samurái, y tomará una vía esencial en su visión y comprensión de los conflictos que irán surgiendo a lo largo del metraje.
La fotografía, sustentada en un digital que para quienes conozcan al Tsukamoto de tiempos pretéritos devendrá en extraña sensación, sirve a la perfección para dotar de un dinamismo y personalidad a los combates, llevando ese carácter propio del formato a una tenue pero certera mutación. Con la capacidad que demuestra el japonés, los escenarios se adaptan a un mero reflector del marco escogido, y los momentos habituales de su cine se revelan indómitos. Un hecho que en Killing es aprovechado para ir deslizando nuevos temas en torno a sus personajes, dejando entrever un alegato antibelicista —que cuaja en el último plano— que, además de ser coherente con la conclusión, encaja con la personalidad del protagonista, que incluso en cierta ocasión reconocerá no haber matado jamás.
La violencia surte así como catarsis y a modo de un elemento catalizador que termina por descifrar el nexo sostenido durante todo el film por Tsukamoto. Cambian las circunstancias, y la obra del director de Vital sigue mostrando un poder de regeneración digno de elogio, y es que si al insobornable sello de un cineasta incomparable, le sumamos esa auténtica capacidad para continuar reformulando las bases del cine que le caracteriza, nos topamos con un ejercicio gratamente sugestivo.
Killing no se situará ni mucho menos entre los grandes tótems del género, pues en su misma concepción queda comprendido como un ejercicio modesto, pausado, hasta de alguna manera retórico. Es en el particular despliegue del universo de Tsukamoto donde el ‹chambara› encuentra desvíos que no sólo permiten reformular ciertas claves, también indagar en una obra que sirve perfectamente como exploración del cine de su autor sin necesidad de acudir a grotescas atmósferas ‹cyberpunk›, encontrando un equilibrio entre el preciado metal del nipón y un gore que no se antepone en ningún momento a las necesidades del film e incluso se comprende desde un sello inalterable del que es uno de los más importantes autores de su país.
Larga vida a la nueva carne.