Basta con unos minutos para divisar los referentes de una obra que se aleja de los parámetros de aquella comedia de acción noventera que tanto nos hizo disfrutar —y entre las que se encuentran piezas como El último Boy Scout, o sagas tales como La jungla de cristal y Arma letal—, y que encontraba en cada línea de guión una punzante mirada desde la cual reafirmar esa propensión por lo humorístico, así como otorgarle un carácter distintivo. Como decía, no obstante, es suficiente una sola escena para confirmar que los tiempos continúan cambiando —para bien o para mal, que cada cual decida—, y la autoconsciencia sigue haciendo mella en un género donde la voz en ‹off›, la referencialidad explícita —de hecho, en uno de sus soliloquios iniciales, el protagonista de Kill Boy dice haber sacado su voz de su videojuego favorito— y la constante ironía otorgan las herramientas fundamentales al debut tras las cámaras del bávaro Moritz Mohr. Una serie de elementos que continúan configurando el panorama y que, lejos de redefinir límites, acentúan los tics de un cine cada vez más enquistado en fórmulas y estilemas que huyen, en cierto modo, de cuanta creatividad pudiera contener el género en tiempos pretéritos.
Es por ello, al abordar una obra como la que nos ocupa, que se antoja necesario saber cuál es el terreno que vamos a pisar, y en ese sentido que la franqueza sin tapujos que muestra su autor en el momento de encarar el film parece primordial: de hecho, que su héroe sea un muchacho mudo entrenado por un chamán cuya única forma de expresarse se condensa en la citada voz en ‹off› desde la que expondrá todas sus inquietudes e incluso líneas de diálogo —por más que nadie le pueda escuchar—, y que una de sus claras referencias sean los videojuegos ante los que pasaba horas junto a su hermana durante su adolescencia, otorga las pistas suficientes como para saber ante qué se encontrará el espectador. De este modo, resulta fácil adentrarse en una propuesta que, lejos de esconder sus armas, las luce con orgullo, hallando cierta espontaneidad y frescura en el omnipresente ‹off› del que se sirve el alemán, que pese a no funcionar siempre con la misma fluidez, no agota al menos unas posibilidades que habrían terminado por saturar Kill Boy desde un buen comienzo.
No faltan ralentíes, secuencias de acción perfectamente editadas que hacen de su abigarrado aspecto formal una constante, ni persistentes notas de humor que van adornando el relato en un sentido u otro. La cinta protagonizada por Bill Skarsgård se siente como pez en el agua gracias a la elocuencia con que discurre todo, y a cómo esa post-producción aviva su naturaleza, siendo capaz de compaginar un relato que, sin necesidad de demasiados adornos, cuanto menos no lo cede todo a una acción sin cesar, un tanto epidérmica, pero que complementa con suficiencia ese universo distópico y hasta encuentra notas (la frase empuñada por uno de los villanos clamando lo difícil que es conseguir que una empresa de cereales patrocine un asesinato en masa) desde las que satirizar el salvaje capitalismo que se da cita incluso en contextos como en el que se produce la historia.
Teniendo claros sus atributos, Mohr construye un microcosmos consecuente que sus personajes refuerzan descubriendo algo más que la aportación de motivos cómicos o dramáticos —de hecho, la presencia de intérpretes como Sharlto Coopley o Famke Janssen ayudan en la construcción de sus villanos, aunque terminen dotando de un revestimiento distinto al film desde el tono—. No obstante, Kill Boy termina siendo presa de un artificio que, a ratos, se siente forzado en demasía, dando pie a una comicidad que no siempre funciona del mejor modo. Un hecho que, cuanto menos, no contraviene el espíritu del film, como sí se lo hacen sus manidos giros, que terminan volviendo en contra de la propuesta esa ironía que hila constantemente el cineasta. Nos encontramos, en definitiva, ante una obra que con toda probabilidad disfrutaría más empleando un 3D que pudiera hacer lucir esos borbotones de sangre y esos balazos con pleno lujo de detalles, apelando a un componente lúdico indispensable. En manos de cada cual quedará que ello se pueda considerar uno de tantos vicios de un cine hipertrofiado, o la virtud que transforma esa ostentación en algo a todas luces más disfrutable.
Larga vida a la nueva carne.