El cine de Ken Loach se caracteriza por esa incombustible militancia discursiva que a más de uno le ha apartado de sus simpatías más íntimas. Desde sus orígenes (con ese sucedáneo tardío y esotérico del ‹Free Cinema› que fue Pobre Vaca) se observaba a un cineasta que no se casaba con nadie con el propósito de defender sus ideas y una forma de concebir la organización social que jamás ha abandonado. Y ese, el compromiso ideológico y político inquebrantable caiga quien caiga exhibido por el autor de El viento que agita la cebada, es quizás uno de los puntos más atractivos de su cine. Pues puede que tu ideología no case con la mostrada por el realizador británico, pero la confianza ciega que Loach deposita en sus personajes posibilita que independientemente de lo alejado que se encuentre lo relatado de tu espectro político, se establezca una especie de conexión y empatía con los personajes protagonistas de las tramas que provocan que el apego del espectador explote alrededor de las epopeyas sufridas por estos incautos atrapados en una sociedad que se identifica como un ente que coarta la libertad individual y colectiva.
En este sentido gira Family Life, obra primeriza y muy comprometida —como era de esperar—, del autor de Tierra y Libertad que posee muchas de las cualidades y defectos del cine de Loach. Así, se otorgará el protagonismo a uno de esos personajes desequilibrados y marginados que tan del gusto del británico son. Pues la joven Janice forma parte de esa juventud con ansias de cambiar las cosas que se ve abocada a pasar sus días en una doble prisión. Por un lado, el sanatorio para enfermos mentales en la que sus padres (una de esas parejas conservadoras formada por el obrero que nunca ha faltado a su puesto de trabajo ni siquiera por una gripe y una madre católica, apostólica, romana fiel ama de casa encargada de mantener el orden social y las reglas establecidas por los poderes dentro de su propio hogar) la encierran al enterarse de que Janice está embarazada, obligándola a abortar para sanar sus pecados (aunque la iglesia con la que comulga el matrimonio prohíba este acto). Por otro, el propio estamento familiar que se erige como un un presidio opresor del que resulta imposible zafarse para una persona noble, calmada y miedosa como es Janice. Las buenas palabras y el diálogo no serán pues unas armas propicias para conseguir la independencia que separa las miradas de Janice y sus progenitores, pues éstos optarán por el látigo y la tiranía para mantener a raya a su retoño, en contra de la opinión de su otra hija (quien ya independizada tratará de rescatar a Janice del yugo de sus padres) y del novio de la sufridora protagonista.
Loach se mueve como pez en al agua entre las líneas del relato creado y guionizado por el dramaturgo británico David Mercer, creando uno de sus personajes emblemas que iría repitiendo cual día de la marmota a lo largo de su prolongada trayectoria cinematográfica. El de una heroína descastada, marginada y atrapada en una sociedad cruenta y avasalladora. Pues Janice se refleja como en un espejo con esos obreros vencidos por los gobiernos de Margaret Thatcher que trataban de conquistar la utópica pretensión de sobrevivir con dignidad en medio de un torrente de indignidad y dominación invisible. En Family Life la familia toma el relevo de la prolongada influencia de la Thatcher, alzándose como un ente que aspira las ansias de libertad de esos jóvenes que se revuelven en contra de los dictámenes aceptados por la mayoría y que creen que otra forma de relacionarse y entender la vida es posible. Una familia que aniquila el libre albedrío de la generación heredera de Mayo del 68, devorando cual Saturno a sus descendientes con el fin de evitar la Revolución y los cambios en el ordenamiento político y social.
Ello se advierte claramente en las escenas rodadas dentro del manicomio al que aterriza Janice por mandato de sus padres. Un establecimiento repleto de jóvenes con rastas, greñas, barbas y vestimenta hippie. Por tanto nuestra protagonista no es más que otra víctima del sistema. Alguien que ha osado a saltarse o cuestionar las normas, y que por tanto necesita ser tratada para que su cerebro vuelva a fluir por ríos calmados y mansos. Loach igualmente bifurca el escenario del manicomio en dos direcciones. La tomada por el psiquiatra encargado de dirigir las dinámicas de grupo, un joven que trata de entender a sus pacientes, comunicativo y siempre dispuesto a escuchar las proclamas de una juventud que parecen tener más sentido que algunas de las decisiones de esos mayores que ostentan la disciplina. Y por otro, los gerentes y administradores de la sociedad médica, unos políticos intolerantes, arribistas, despreocupados por la salud de sus internos y sí motivados por sus agradecidos estómagos, que no dudarán en expulsar del centro a ese psiquiatra que trata de evitar los tratamientos con electro-shock que trituran el cerebro con el propósito de que sus pacientes sigan debatiendo y manteniendo esa iluminación divergente que los hace únicos. Así, la dirección del manicomio se eleva como una metáfora de esos gobiernos alienantes que tratan de eliminar la divergencia de manera sibilina, sin hacer ruido, sino empleando el lavado del cerebro y la cultura del miedo como armas de destrucción de conductas peligrosas para el ‹statu quo› social.
Con un gusto más próximo al cine documental, el autor de La canción de Carla mueve su cámara entre los rostros sin maquillaje de esos mal llamados locos, advirtiéndonos de este modo del peligro que implica no levantarse con suficiente vehemencia y firmeza para defender nuestros ideales. Los locos no son más que aquellos que han sucumbido al poder de la institución familiar. Como Janice, una joven temerosa de hacer daño a sus padres, de violentarlos si defiende su derecho a tener a su bebé, de perder el cariño de una madre más preocupada por el que dirán que por el bienestar de su hija, de irse de casa y por tanto quedar en la indigencia económica, pues el calentito y seguridad que desprende el hogar resulta un dulce demasiado goloso para ser desechado.
Todo lo expuesto convierte a Family Life en una obra poderosa y muy interesante. Tan entretenida como subrayada en su concepto y carga ideológica. Ya que, como en toda buena película de Loach, el realizador británico no tapa nada ni deja ninguna duda sin resolver. Sus postulados con claros y directos. Su ambición con Family Life no era otra que homenajear a los sobrevivientes de Mayo del 68, relatando como los poderes, a través del mandamiento familiar y de la política del miedo, lograron sosegar y adormecer a una juventud que al fin y al cabo sabía que no podía luchar contra lo establecido.
Pero Loach va un paso más allá, tratando de concienciar que con buenas palabras y diálogo los fines perseguidos no siempre son posibles. Con ello tan solo quedará una salida: convertirse en una marioneta del sistema, perder toda la esencia del yo para acabar siendo parte de un sumidero del que para ser aceptado se debe actuar con el cerebro totalmente lobotomizado. Por tanto, solo esa huida hacia ninguna parte que supone la defensa de las ideas a contracorriente, y con ello aceptar ser un marginado que jamás alcanzará la notoriedad y el acomodo económico, será la única opción para poder ser uno mismo sin tener que poner el culo para traer el sustento al hogar a fin de mes. Algo muy difícil de aceptar, que tan solo unos pocos elegidos aceptarán a través del incómodo camino que supone abrazar la defensa de su credo, aunque ello suponga dormir a la intemperie en lugar de entre las cálidas paredes de uno de esos pisos de hormigón diseñados con el mismo corte que albergan a esa clase media sustentadora del actual sistema económico.
Todo modo de amor al cine.