A lo largo de su carrera (y siendo conscientes de sus altibajos) el consagrado director Ken Loach ha demostrado poseer al menos dos virtudes remarcables. La primera es una admirable capacidad por alternar su condición activista con la de narrador cinematográfico. Sus mejores trabajos (especialmente en casos como La agenda oculta o Tierra y libertad) desbordan cine y denuncia a partes iguales. En otras palabras, el cineasta logra que la condición cinematográfica de su trabajo destaque notablemente sin que esta haga sombra a su carácter activista (ni tampoco viceversa). Gracias a ello, el mensaje disconforme logra penetrar en la conciencia del público común al tiempo que sacia la (repelente) sed del ejército de cinéfilos autoproclamados, ansiosos por avistar algún atisbo de lenguaje audiovisual (un servidor se declara culpable).
La segunda virtud, y esta destaca especialmente en la película que nos ocupa, es el empeño con que el director inglés insiste en construir personajes creíbles. Loach no busca retratar a héroes, ni siquiera a mártires; tan solo plasmar las vivencias de una serie de personajes que en realidad son hijos del sistema; y que en ocasiones actúan como víctimas y en otras como verdugos. Vaya por delante que el posicionamiento del narrador es tan claro como su condición activista; pero este hecho no convierte a sus personajes en seres perfectos ni los exime de formar parte (por más que involuntariamente y en ocasiones de forma justificada) del sistema criticado. En este punto es en el que destacan especialmente Maya y Sam, los protagonistas principales de esta pequeña joya llamada Pan y rosas.
Ambos destacan por ser personajes contradictorios, de carácter versátil y en absoluto lineales. Él, activista convencido, dispuesto a cuestionar criterios preestablecidos y a combatir injusticias y desigualdades… hijo de padres adinerados cuya condición social facilita todas las actividades del hijito acomodado. Ella, inmigrante ilegal, decidida a manifestar su inconformismo respecto a las pésimas condiciones laborales en que desempeña su (mal pagado) empleo; constantemente haciendo gala su carácter disconforme frente a la inactividad de su hermana mayor… sin molestarse a conocer sus razones e ignorando que, de no haber sido por su transigencia frente a los maltratos, probablemente no habrían sobrevivido. Es sobretodo esta tridimensionalidad de personajes y el amor-odio que desprenden lo que hace de Pan y rosas un hermoso trabajo humanitario.
Pero el mayor mérito de todo ello es que, aun retratando a personajes que a ratos despiertan cierta discordancia, Loach mantiene su mensaje impoluto y logra convencer al espectador. De hecho, la sinceridad con que está ideada toda la película otorga mayor credibilidad a lo relatado y ayuda a que los personajes sean amados, precisamente, por su imperfección. Ahí desempeña también un papel importante el guión de Paul Laverty, en su tercera colaboración con el director, que procura (como es marca de la casa) un final agridulce para sellar la moraleja del relato (la lucha es necesaria) sorteando el final empalagoso. Esta concentración de aciertos reúne lo mejor de la carrera de un cineasta que, en mi opinión, ofreció con Pan y rosas el canto de cisne de lo que fue una racha inmejorable iniciada en 1990 con la igualmente admirable Riff-Raff.