En Készakállú, el agua jerarquiza un prólogo a través del cual descubrir un proceso. Gastón Solnicki nos sitúa en una piscina municipal donde los niños, vez tras otra, suben al trampolín y se sumergen en el agua. Retozan así con un elemento de júbilo; celebran, en pocas palabras, una etapa vacía de responsabilidad y repleta de una libertad patente, sólo coartada por un irónico —en el marco del film, se entiende— cartel que reza «Los niños son responsabilidad de sus padres» y por el “deber” del estudio —confrontado este con los tiempos muertos que dan forma a sus tardes—. Tablas de surf, mar y una piscina privada: el periplo inicial establecido no hace sino concurrir en ese componente tan significativo que nos lleva al fin de una etapa y, con él, del periodo estival, ese donde veranear y eximir toda responsabilidad parece más fácil.
Adaptando la ópera El castillo de Barbazul —A kékszakállú herceg vára es su título original, del cual el argentino toma una partícula para el título de su debut en la ficción— de Béla Bartók que, al mismo tiempo, se inspiraba en el cuento Barba Azul de Charles Perrault, Solnicki se apoya en un importante trabajo fotográfico comprendiendo que, si en la ópera la música debe ser el elemento que determine su curso, en el cine lo mismo debe acontecer con la imagen. Así, y contando con dos piezas clave del cine argentino reciente como Fernando Lockett —habitual director de fotografía de Matías Piñeiro— y Diego Poleri —que ha hecho lo propio en cintas como La tercera orilla, Antes o Las acacias—, el autor de Papirosen encuentra en el plano estático y mayoritariamente abierto una ventana a través de la que explorar ese cauce instaurado en su prólogo.
Esa etapa, la de celebración de la infancia, da paso a un viaje iniciado por uno de sus personajes: en su habitación, tras abrir las ventanas, hace sus maletas. Un viaje metafórico o representativo al abordar un nuevo periplo, donde los instantes con la familia se transforman en soledad y llega el momento de avanzar, de tomar nuevas determinaciones. La independencia —esa que parece querer su protagonista, interpretada por Laila Maltz, ante una figura, suponemos, paterna— deviene en compromiso, y con ello llegan frentes a abordar como el trabajo y el estudio, donde el personaje de Maltz se encuentra atrapado; la indecisión —esa que le hace dar vueltas por la facultad en busca de copias de apuntes indeterminados— se persona como fuente máxima de una agonía vital que queda terminando reflejada en un acto tan sencillo como el abandono de la escena de un pequeño accidente —provocado por ella— y la huida ante cualquier responsabilidad —por el hecho, o por una posible reprimenda ante la negativa por llamar a su padre—. La mirada al pasado —revolviendo entre antiguas cajas o viéndose reflejada en una foto en la que dice verse «linda», como si cualquier época pretérita fuera mejor— se persona, entonces, como una válvula de escape al presente, a esa carga que supone tomar y afrontar decisiones, sean cuales sean —incluso ante sus amigos, donde en un escenario tan trivial como una barbacoa, se vuelve a personar una extraña incomodidad de la que no puede escapar ni siquiera físicamente—.
Kékszakállú representa todo ese trayecto en estampas que, en ocasiones, se sienten ahogadas, captando la angustia que asola a la protagonista, pero también poseen la capacidad de huir de ese carácter con la simple transformación de un escenario que en el film lo es todo. La incertidumbre por un futuro inconcreto, termina desbloqueándose así desde la liberación que supone esa vuelta al elemento natural, al agua, al mar —reflejado, claro está, en el plano—. Todo ello en un marco —el de la diferencia de clases— insinuado a lo largo del metraje por Solnicki, que no hace sino tiranizar todavía más ese panorama ante el que cualquier expresión de poco sirve. Es por ello que los espacios dotan de tal importancia al conjunto, entendiéndose esenciales para las necesidades de un film cuya confusa narrativa —Kékszakállú se comprende más como estado que como relato en sí— y cuyas indeterminadas intenciones —por más que uno pueda concluir, estamos ante una película que se regenera a través de la perspectiva propia— devienen en una escapatoria que no deja de ser necesaria, axiomática.
Larga vida a la nueva carne.