La guapa francesita Julie Delpy, cuya delicada belleza atrajera a directores de la talla de Tavernier, Carax, Kieslowski, Godard e incluso nuestro inquieto Carlos Saura (¿alguien la recuerda desnudándose maliciosamente ante un perplejo Juan Diego en La noche oscura (1989)?), debutó como realizadora con 2 días en París (2007), una obra menor pero simpática en la que aplicó las enseñanzas del Richard Linklater más intimista añadiendo al conjunto una pizca de ironía y descreimiento nada molesta. No fue un debut portentoso, quede dicho de antemano, pero mostraba un talento apreciable para la dirección de actores y una considerable agilidad narrativa. Su futuro parecía marcado por este patrón narrativo-estético, de corte básicamente ‹indie›, de ahí que chocara tanto que su próximo trabajo consistiese en un ‹biopic› de la infame condesa húngara Elizabeth Bathory.
Pasó, entonces, de un cine ligero, cómico, naturalista y de bajo presupuesto, a una cinta de época protagonizada por uno de los personajes más controvertidos y odiados de la Historia. Creo que había una cierta expectación por ver cómo había resuelto el proyecto, por eso resulta extraño el escaso interés que suscitó en líneas generales, al menos en nuestro país, donde ni siquiera llegó a estrenarse comercialmente (y no sé si escribir “debido a su sórdida trama” o “a pesar de su sórdida trama”. Ya sabemos cómo vende la violencia…). La cuestión es que la película pasó en su momento bastante inadvertida, pese a su solvente y conocido reparto, y Delpy decidió volver a afrontar proyectos en teoría más afines a lo que se esperaba de ella (2 días en Nueva York (2011) o la reciente El Skylab (2012), ya disponible en nuestras carteleras). Pero, ¿mereció realmente aquella película el trato que se la dio? ¿Se la dejó un poco de lado por su poco comercial mezcla de ingredientes (coproducción europea, de época y adscrita argumentalmente —y sólo argumentalmente— al frecuentemente maltratado cine terror)? ¿Cuál era su valía real, en términos cinematográficos?
De entrada, diría que La condesa (2009) somatiza en exceso la tensión entre mito y realidad que parece existir en cada página del guión firmado por la propia Julie Delpy. Seducida por los aspectos más legendarios del personaje (su encuentro con la vieja bruja, la construcción del sarcófago de clavos) así como por aquellos más plausibles o anclados a una hipotética verdad histórica (la naturaleza política de los crímenes), la película de Delpy se queda a menudo en una tierra de nadie que resulta insatisfactoria, negándose tanto a plantear una parábola cuasi-fantástica sobre el miedo al paso del tiempo, como a buscar lo inverso, esto es, el esclarecimiento (dentro de lo posible) del que fuera uno de los mayores y más escalofriantes crímenes de que hay noticia. Esta indeterminación, que conduce a algún que otro titubeo narrativo, es a su vez perjudicada por ese enfoque romántico con el que Delpy quiere explicar la locura del personaje. Probablemente movida por un afán de humanización tan loable como peligroso, acaba por extirpar del mismo sus connotaciones más universales y reconocibles, sustituyendo la cualidad simbólica de sus atroces asesinatos por una fijación romántica que en gran medida disculpa su crueldad.
La condesa Bathory se presenta al espectador, ya desde su prólogo, como una víctima de las circunstancias: criada en el dolor ajeno y educada para no sucumbir a las debilidades de la emoción humana, la condesa no deja de ser una construcción de la sociedad de su tiempo. Lo cual no es necesariamente falso, pero creo que hay un exceso de buena voluntad cuando se sugiere que sus tendencias violentas y homicidas (“sádicas” implicaría placer, algo que ella no deja nunca entrever) son inculcadas por terceros en un periodo vital marcado por la desazón amorosa. La explicación sentimental, que tampoco considero desechable, queda empequeñecida ante la magnitud de los crímenes narrados. Si Bathory fue instrumentalizada por cuestiones políticas y económicas (algo que parece bastante probable), el punto de vista de Delpy resulta ambiguo y difuso. No tiembla a la hora de mostrar la monstruosidad del personaje, pero tampoco al asociar su debilidad con su entrega amorosa. En el relato que propone Delpy hay muchos villanos, siendo la condesa Bathory el más patético y el menos odioso de todos, precisamente por todo lo que hemos comentado antes: su insania, fruto del miedo a envejecer y dejar de ser deseada, permitió a otras muchas figuras sin escrúpulos utilizarla para sus propios fines.
La lectura de Delpy es, pues, legítima, pero servidor ha echado en falta algo de la morbosidad y el veneno de, por ejemplo, Ceremonia sangrienta (1973). Tomándose muchas más libertades históricas que Delpy, Jorge Grau reformuló la figura de la condesa potenciando los elementos más genuinamente trágicos del relato, así como introduciendo comentarios sociales (el sangrado de campesinas como metáfora del canibalismo ejercido por las clases altas sobre el populacho) que, en su malicia, probablemente resultaran más reales y pertinentes que la distancia algo decepcionante y acrítica con que la autora de 2 días en París resuelve la papeleta. Siendo más cine de terror que biopic, la película de Grau supo plasmar una fábula llena de perversidad sobre el miedo no tanto a la muerte como a los estragos del tiempo. No había en ella, y es la principal diferencia respecto a La condesa, una verdadera historia de amor que justificara tal locura homicida, sino la mera frivolidad de sentirse bella y joven ‹ad aeternum›. En este sentido, la cinta de Delpy se queda algo escasa de maldad, de turbiedad moral. Pese a contener y plasmar algunos momentos de enorme violencia y crueldad, uno no llega nunca a dejar de percibir al personaje como una víctima digna de lástima, en lugar de como esa figura sádica y fría que disfrutaba torturando a los demás.
Tampoco posee el aliento poético y naíf de, verbigracia, The Bloody Lady (1980), esa pequeña película de animación de Viktor Kubal que transformaba la vida de la condensa en un inquietante y estilizado cuento de hadas. Si había que dejar de lado la Historia y refugiarse en la Leyenda, aquí se ofrecían varias pistas de cómo acometer el reto, incluso convirtiendo la maldad de Bathory en el fruto cruel de un amor maldito (algo no muy lejano de lo que propone Delpy en su película).
Dejando atrás estas cuestiones relativas al punto de vista (que pueden ser perfectamente discutidas, evidentemente), la cinta de Delpy apuesta por una corrección formal algo tibia y académica. Aunque narrativamente discurre con aplomo y sin arritmias, rara vez logra enturbiar el ánimo del respetable pese al potentísimo material de partida que maneja. Sí hay algo de esa fascinación que despierta el personaje en todo curioso de los monstruos humanos que deja la Historia (Gilles de Rais hubiera hecho buena pareja con nuestra condesa), e incluso algunos de sus pasajes o momentos (los relativos a la primera víctima de Bathory, por ejemplo) tienen poderío y capacidad de perturbación, pero nunca la intensidad o la terrible belleza que inspirara su figura en otras muchas películas apócrifas. Pese a ello, se percibe la entrega, el respeto y el cariño con que Delpy ha afrontado tan complicada empresa, adjudicándose para sí misma las principales labores creativas (no sólo protagoniza, dirige y escribe, sino que también compone la banda sonora). Una pena que tanta dedicación no se haya traducido en una gran película, aunque sí en una digna, disfrutable y que bien pudiera servir de complemento, en una heterodoxa sesión doble, a su último trabajo, ese El Skylab que tan buenas vibraciones transmite.