Un año de Erasmus puede ser el principio de una nueva vida o el fin de muchas ilusiones. Júlia, una estudiante veinteañera de Arquitectura, que viaja hasta Berlín para recibir un máster de aquella disciplina, ya lo sabe.
Las óperas primas pueden ser una maravilla. También una promesa del talento futuro o la carta de presentación para entrar en el circuito de salas. A veces la confirmación de que sería mejor dedicarse a otra cosa. Y en ocasiones resulta una sorpresa, un soplo de aire fresco sin necesidad de ser original ni apasionante. En el caso de Júlia ist no hay duda sobre la validez de un film que puede despertar atracción o rechazo, del mismo modo que ha sucedido en esta web. Tras su pase por el reciente D´A Festival Film de Barcelona fue objeto de un análisis esclarecedor por parte de Álex P. Lascort, bien motivado por la incapacidad para conseguir un relato generacional globalizado a partir de una protagonista con unas circunstancias sociales y vitales específicas. Por esta razón, en cuanto al argumento, todo lo que se puede contar acerca de la historia que aborda Júlia ist, dependerá del interés que despierten en cada espectador las vicisitudes de una joven que pertenece a un hogar de clase media, tal vez alta o al menos acomodada, a lo largo de un año en el que se aleja del domicilio familiar en Barcelona, el único que conoció hasta entonces. Allí tendrá que compartir piso con otras estudiantes e independizarse, mientras asiste a la universidad. Es evidente que al tratarse de una joven apoyada económicamente por sus padres, los conflictos del guión no resultan peligrosos ni desencadenantes de grandes catarsis, aparte de algunas discusiones entre personajes o situaciones incómodas que se derivan de la inmadurez de Júlia. Precisamente son estas debilidades del personaje las que logran esa naturalidad tan nombrada en los trailers y otras frases reclamo, para la publicidad y cartelería.
Por supuesto que no se trata de un film que refleje a la generación al completo, porque no aborda a los jóvenes que acuden regularmente a las oficinas del paro. Tampoco los que encadenan un trabajo precario antes del próximo. En ningún caso se ve habitantes de barrios marginales o delincuentes juveniles. Ni siquiera a estudiantes que no logran llegar a un máster como el de la protagonista. Ni a los que se aventuraron a emigrar para buscar empleo en el extranjero. Sin embargo, esa focalización efectuada por la directora, coguionista y actriz sobre su propio personaje, al que persigue desde la primera secuencia hasta el final, resulta tener un uso parecido al de la sinécdoque literaria. A partir de Júlia, con esta ínfima porción en la sociedad globalizada europea y universitaria, se llega a un estado anímico contemporáneo que tal vez ni se comparta ni por el que se sienta empatía, pero que sí puede comprenderse desde las butacas de muchos países. Antes que ese naturalismo tan claro, me parece mucho más interesante la sinceridad con la que compone el carácter de Júlia, débil, dubitativa, desorientada, egoísta, con tendencia a equivocarse, pero que no termina en el mismo estado con el que comenzó su viaje. Tal vez no sea una gran aventura, pero merecen la pena esos detalles, como la hostilidad que siente por el idioma, la actitud opuesta de sus profesores y compañeros del curso, sumadas al deseo de aclimatarse a la capital alemana. Obstáculos que salva de una forma más forzada en el aula, más progresiva en el entorno de la urbe.
Elena Martín juega bien con la cámara situada en las espaldas de los personajes durante el prólogo, a pulso, nerviosa, para estabilizarla después mediante trípodes, con planos generales y medios que dejen respirar más a Júlia en los escenarios que recorre o habita. Resuelve las videollamadas de su novio Jordi y ella, con las dosis adecuadas de tensión y frialdad. No miente acerca de la personalidad titubeante y caprichosa que interpreta, mientras se escapan sus compañeros secundarios, algunos más maduros, otros intrigantes. La película funciona mejor con su tono de costumbrismo y humor suave, sin cargar tintas dramáticas exageradas. Tal vez sobraría la secuencia de la fiesta en el campo, una situación purificadora que había quedado mejor reflejada ya, con la resaca que culminan los jóvenes en la estación, mirando pasar los trenes, tras una noche de juerga de la pandilla por Berlín. Pero siempre queda ese regreso del epílogo, esa mirada de Júlia que no es la misma que tenían sus ojos antes de partir. Una mirada que podría retomarse años más tarde para ver dónde llegará la protagonista con la madurez y el paso del tiempo.