Todos conocemos en mayor o menor medida la historia de la familia Punch, al menos nos mantuvo en vilo cómo David Fincher hilaba la historia de estas marionetas con el desaguisado familiar de los protagonistas de Perdida hace unos años. Ahora la directora (y también actriz) Mirrah Foulkes quiere matizar este teatrillo infame de padres de familia duros con su garrote, y conseguir que de la farsa en bambalinas irradie una historia reafirmante y concienciada con lo obsoleto del golpe y la risa.
Para ello Foulkes ha convertido una conocida pieza teatral para marionetas en una especie de ‹matrioska› narrativa: a partir de los títeres crea una historia de titiriteros en una época pasada de suciedad y colores llamativos, que a su vez reproducen con sus títeres la historia, sin perder el espíritu teatral, y mucho menos la visión cinéfila.
Así destaca dos personalidades potentes y opuestas con sus protagonistas. Está Judy, una encantadora mujer, la mente pensante tras el orden establecido que tiene como aliada la presencia de Mia Wasikowska. Está Punch (aquí son las muecas de Damon Herriman las que dan personalidad al personaje), y su privilegiada posición de creador con sonrisa para el público y sombras para la intimidad. También está Bebé.
Tras la protocolaria presentación de la obra y ese pequeño aviso en el que Judy le dice a Punch que cada vez es más violento su espectáculo, comenzamos a posicionar la personalidad de cada uno de ellos. Idealizamos a una Judy que rompe con su aparente candidez mostrando su desacuerdo en todo momento con la variante actitud de su marido, sin perder de vista la magia que aplican sus manos sobre la realidad; al mismo tiempo vemos en el rostro de Punch su afición por la picaresca y bufonería, deformando así su personalidad hacia lo más feo que puede mostrar el hombre. Foulkes, que también se ha ocupado del guion, decide que sus protagonistas no separen sus vidas de la teatralidad de las marionetas, dejándonos ver los hilos que los manejan y aplicando esas tonalidades de cuento de hadas, una saturación visual que nos recuerda a cualquier pequeño escenario donde enclaustrar estos muñecos de madera y carne y hueso.
A ritmo de sátira y denuncia social, nos encontramos en Seaside, un lugar tan absurdo como su nombre, según se explica, ya que fue elegido esperando que allí llegase tarde o temprano el mar. Es un modo fácil de resumir la simpleza de unos habitantes ufanos ante la rabia y la caza de brujas, que la directora utiliza para estigmatizar el papel de la mujer en el pasado, cuando cualquier reafirmación era una forma de blasfemia satánica en la que escudarse para no aceptar el reto de la igualdad. Porque es lo que busca, aprovechándose de la burlesca titiritera quiere marcar el territorio que por derecho propio debería tener la mujer en plena libertad de sus actos sin ser utilizada como una herramienta cuando es sumisa y desechada como un mal de la sociedad cuando decide utilizar su voz.
Sin salirse de ese aspecto festivo y ensoñador del teatrillo, mezclando a los personajes reflexivos con los de pensamiento básico para forzar la pluralidad y el contraste extremista, la directora reescribe la historia de una marioneta que disfruta dando bastonazos a todo el mundo, y revierte esa inexistencia de consecuencias para lanzarnos una fábula feminista y humanizadora en el que los pensamientos más retrógrados quedan pisoteados para iluminar con fuerza el lugar que merecen las personas tratadas como disidentes, forzando que aparezca el pensamiento crítico de aquel que se acerce a Judy & Punch. Eso sí, su apuesta de pan y circo no se apaga nunca para que, quien solo se guíe por las luces, los colores, la diversión y la venganza tengan un espacio donde dispersar sus malos pensamientos. ¿Acaso no va de eso el teatro? Ya sean marionetas o actores, todos tienen un papel que extremista que representar para hacer que la sesuda narración del creador tenga algo dulce y algo amargo que reviva la ilusión y los temores de cualquier espectador.