Noviembre de 1999, teatro Raval. En un evento sobre cortometrajes el invitado era un joven (pero ya experto) Juanma Bajo Ulloa, que presentaba la reproducción de sus propios cortos —Akixo y El reino de Víctor entre otros— con un coloquio posterior. En pleno arranque me arrastré hasta el lugar en mi versión adolescente para disfrutar el momento, y tras las proyecciones sólo había una cosa que se me ocurría preguntar: «¿a ti qué te inspiran los pies?». No me quedé para proponer la pregunta, espero que alguien se la hiciera, desde entonces es algo que me intriga sobremanera. Siempre que pienso en Juanma Bajo Ulloa, vienen a mi cabeza miles de planos de pies.
Por aquel entonces lo más reciente en su cinematografía era su vertiente ácida y socarrona, esa que todo el mundo celebra al asociar al director con Airbag —junto a su «concepto» y las tortillas rusas—. Bien, ha vuelto después de muchos años desaparecido para preservar el espíritu de Airbag (no sabemos si sólo de un modo ilusorio) con Rey Gitano, desde el viernes en cines.
Pero Juanma Bajo Ulloa tiene otra base, mucho más trabajada y profunda. No me refiero a Karra Elejalde, un nombre afincado por derecho propio en su cine, que siempre se ha adaptado a los personajes que le proponía el director, dispuesto a triunfar ante nuestros ojos. Hablaba en realidad del drama, donde tan bien sabe reflejar las miserias personales que todos escondemos. Es por eso que la elegida para reivindicar es La madre muerta, una muestra indeleble de los rincones oscuros de aquellos que han perdido el alma por el camino.
Como si un anticipo al Síndrome de Stendhal se tratara, un hombre camina entre distintas obras de arte arruinadas por el tiempo, casi todas ellas invocan a seres divinos, madres amantes de un dios no conocido, escondiendo tras sus grietas una vida silenciosa. En manos del hombre hay una escopeta, y la posibilidad de cambiar la vida de las personas que allí habitan. Con crudeza, la muerte entra en juego y el perdón se convierte en una deuda pendiente. 20 años avanza el director para convertir a Ana Álvarez en Leire, la perfecta niña perdida en su propia mente, apegada sólo al chocolate, y aprensiva ante la sangre ajena. Esos 20 años han mantenido al hombre, Karra Elejalde, como un tipo frío preocupado por sí mismo, sin temor de pasar por encima de los demás para mantener su realidad tal y como él la aprecia. Tiene una mujer a la que preservar, conformando la pareja una especie de Bonnie y Clyde, con sentimientos viscerales uno, amor ciego otra, pero unidos en su propia desdicha acomodaticia.
Fruto de la casualidad, quién sabe si como una deuda pendiente con el universo, se cruzan niña y asesino, y la obsesión entra en juego. Un título tan gráfico como La madre muerta esconde muchas referencias al mismo en cada plano. Se suceden los gustos citados al principio, los pies son los que delatan a los protagonistas de esta historia, son los que apuntalan la tensión, posicionando a los personajes en el lugar equivocado, el que les va a traicionar. La figura de la madre se transforma en un ente sólido, un objeto al que referirse, pero que no tiene cabida como imagen real, no existe la protección para esa niña que, en espíritu, siempre será un ser indefenso, aunque físicamente sea una mujer de belleza latente. Así la madre queda relegada a imágenes religiosas, cuadros o estatuas, vírgenes en realidad, que mantienen su virtud y su inocencia. Del mismo modo, las grietas de esos cuadros que vimos al principio se reproducen en las estancias donde niña y asesino coinciden, remitiendo a un tiempo pasado, a un vínculo que uno de ellos rompió.
La relación cuerpo-mente de la joven —de la que nos hace partícipe el director a cada momento— consigue afianzar los roles de los adultos que la rodean, apremiando sus instintos: la enfermera adquiere la sobreprotección, la amante huele los celos y el asesino se obsesiona con una sonrisa que no llega, y la necesidad de saber si es reconocido por la chica se desvanece ante otra necesidad, la de propiedad, de sentir a través de ella de un modo enfermizo. Así, para todos ellos se tambalean los cimientos de sus vidas, de lo que realmente han creído saber manejar.
Los roles cambian, aunque Leire sigue firme en su posición, pero esos bailes que viven los que la rodean en esta extrema situación nos hacen dudar de la integridad de su ausencia mental, ¿realmente no recuerda? Aquí es donde Juanma Bajo Ulloa nos tiene dominados, nos confunde llevándonos al nivel inestable del asesino, vulnerando a partir de sentimientos más allá de los hechos en sí, conformando un vínculo totalmente irracional con todos ellos, mientras la tensión, la inseguridad y la tristeza avanza sin reparos. La madre muerta madura la idea del síndrome de Estocolmo en un sentido contrario, vive de sus propias referencias y permite a los actores desplegar sus alas para llevarnos a su terreno, donde la pobre niña indefensa es el foco que difiere de lo conocido. Un cuento oscuro que confirma el saber hacer del realizador vasco.