Joyland (Saim Sadiq)

Lo más sencillo —pero también extremadamente superficial— sería abordar una película como Joyland (Saim Sadiq, 2022) desde su aparente transparencia temática y quedarse en la importancia de la representación. Esta producción paquistaní muestra a un personaje trans, Biba (Alina Khan), en toda su dimensión social y política como una aspirante a estrella de la danza, luchando contra todos los obstáculos que se le ponen delante simplemente por ser. Este retrato se extiende a todos los aspectos del filme y al resto de personajes a los que afecta: su desaprobación como una más en el vagón de metro de las mujeres, la falta de aceptación de sus colegas del espectáculo o de apoyo de sus bailarines, las miradas cómplices de Mumtaz (Rasti Farooq) y Nucchi (Sarwat Gilani) al asegurar que no es una mujer de verdad cuando comentan una foto suya. Haider (Ali Junejo), que trabaja para ella, parece inicialmente el protagonista de un relato que construye poco a poco su coralidad, dando cada vez más importancia progresivamente a su esposa Mumtaz (desde un segundo plano, pero siempre omnipresente) y a Biba en su tramo intermedio, como elemento desestabilizador, como catalizador de una atracción tabú.

Pero si se atiende a quienes abren y cierran la historia, nos encontramos con unas resonancias de complejidad y sutileza mucho mayores, a partir de este triángulo amoroso que se configura y el entorno familiar de los Rama. Una familia en la que el abuelo, el patriarca, decide el lugar y la función de cada miembro según la tradición, las imposiciones culturales y las convenciones sociales. Que Haider sea desempleado mientras su esposa trabaje es una deshonra, pero que trabaje en una compañía de danza erótica también. Que a nivel personal trate lo mejor posible a su esposa no significa nada, si luego ella está subyugada a unas expectativas que pasan por quedarse en casa y tener hijos para dar descendencia a su marido y perpetuar la estirpe familiar. La única persona que parece escapar de estas imposiciones es precisamente quien los subvierte y desafía abiertamente con su mera existencia —siempre pagando el precio de vivir en los límites de la marginalidad—. Cuando Biba comienza una relación furtiva con Haider, estas barreras entre los individuos y sus anhelos se desmoronan, poniendo en peligro toda la jerarquía de valores represivos que definen la identidad individual y colectiva de los personajes.

Con un tratamiento escénico riguroso y composiciones minuciosas en planos frontales, reencuadres y el uso del espacio negativo superior en los primeros planos, Sadiq aprovecha los elementos arquitectónicos del interior del hogar para definir las barreras generacionales y de género, así como el choque entre tradición y progreso. Un refinado tratamiento de la luz con su paleta de colores, que busca el contraste entre tonos ocres y otros verdes y rojizos hasta los más eléctricos, ilumina los espacios y los rostros. Así define una atmósfera que subraya la importancia expresiva de cada plano en esta cinta. Las tomas subjetivas en tercera persona señalan en momentos puntuales esa tensión subyacente entre lo social-familiar y lo personal a través de los distintos conflictos que se abren con la presencia cotidiana de una vecina viuda, la sexualidad reprimida y nula autonomía de Mumtaz o las dudas de Haider sobre su propia identidad. Todas estos recursos permiten describir un complejo entramado dramático —quizá resuelto de forma excesivamente precipitada y abrupta hacia su final—, que transmite brutalmente el sufrimiento silencioso, las violencias ocultas y el dolor que cercena la libertad a través de la tiranía de cualquier código moral ajeno a la búsqueda de la felicidad y los deseos de quienes están obligados a seguirlo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *