Jonathan Demme es un autor que siempre me ha desconcertado. Me cuesta ubicarlo, fijar rasgos de estilo o temáticos en su cine, detectar una personalidad sólida y reconocible. Quizás porque no la tiene. ¿Será aquello que dicen de la autoría líquida? Sea como sea, su capacidad para saber adaptarse a proyectos muy diferentes entre sí era notable. Algo parecido le ocurría al también finado Curtis Hanson, otro cineasta que sorprendía con cambios de registro constantes, saltando sin dificultad de la comedia al drama y del drama al thriller, o pasando de títulos de corte más personal e introspectivo a otros abiertamente comerciales. Desde luego, poco tiene que ver La cárcel caliente con Stop Making Sense, ni esta con El silencio de los corderos, ni El silencio de los corderos con Philaldelphia, que a su vez está muy alejada de La verdad sobre Charlie o de Algo salvaje. El eslabón del Niágara, sin ir más lejos, supone otra ‹rara avis› dentro de su filmografía: una aproximación al cine conspiranoico tan en boga en los setenta, pero desde una óptica más lúdica que política, priorizando el espectáculo y el suspense de la vieja escuela.
Adaptación de una novela de Murray Teigh Bloom, Demme nos sumerge en una trama criminal rica en elementos extravagantes (amenazas en arameo, rabinos regentando casas de tolerancia, venganzas que desafían el tiempo y cabalgan de generación en generación) mediante una narración ágil, zigzagueante en el buen sentido. No estamos en el terreno de Los tres días del Cóndor (Three Days of the Condor, 1975) o El último testigo (The Parallax View, 1974), sino en el del Hitchcock más juguetón y menospreciado (pienso en Topaz, aquella cinta fallida pero llena de detalles de genio arrebatador). De hecho, El eslabón del Niágara samplea, sin disimulo y con mucho salero, su cine: casi todo en ella remite al autor de Psicosis: la música de Miklós Rózsa, la fotografía de Tak Fujimoto, su protagonista (estupendo Roy Scheider) acechado por las dudas y en liza con un amor turbio y conflictivo, o su misma concepción de algunas secuencias de tensión que casi parecen guiños a algunos de los ‹highlights› del cineasta inglés (la que se sitúa en el campanario o ese clímax final en las cataratas).
No es, hay que aclararlo, una gran película, pero sí puede que sea la primera de su trayectoria en la que más fácilmente se vislumbra la dimensión real de su talento, por entonces aún en vías de desarrollo; se percibe en ella cierto poderío visual y narrativo, gestos de cineasta atrevido y hasta de poesía. Su formación en la escudería de Roger Corman cristalizó aquí en una película estimulante y a contracorriente, en la que los defectos (la historia, demencial, no se sostiene demasiado, e incluye tropiezos y desvíos poco satisfactorios) quedan eclipsados por un pulso narrativo que, al menos a quien esto escribe, sedujo casi desde sus primeros compases. No obstante, queda lejos aún del temple, la rigurosidad y la fascinación en el tono de El silencio de los corderos. Demme volvería a acercarse al cine de conspiraciones mucho después, en su remake de El mensaje del miedo, aunque aquí manteniendo la seriedad y contundencia del original de Frankenheimer.
El eslabón del Niágara es, pues, una película puente entre el cine de evasión y serie B de sus inicios y el más sólido y depurado de su madurez, y, por encima de cualquier otra consideración, una disfrutable peripecia detectivesca y criminal que se toma en serio solo lo justo, y que ya refleja con cierta claridad las dotes como cineasta de su director, apreciables en la forma en que compone, planifica y mueve la cámara, y en cómo sabe detectar aquellos elementos (principalmente románticos y de peligro) que debe magnificar para generar en el espectador ese delicioso pellizco de emoción, de sorpresa, que resulta a la postre tan gratificante y adictivo. Si luego todo es más bien poco creíble, es algo que no tiene la menor importancia. Hasta en esto Demme comulga con Hitchcock, y no nos queda otra que brindar por ello, y volver a celebrar que se animara a realizar una película tan jugosa y tan merecedora de reivindicación.