John Boorman, director de aires genéricos con ciertas ganas de plasmar más que autoría sí sello personal, o quizás cierta perspectiva propia en sus películas, viene de triunfar a nivel crítico/público con Deliverance. Quizás por ello (aunque por supuesto no exclusivamente) su siguiente trabajo, Zardoz, generó no sólo un batacazo monumental en taquilla sino una estupefacción, trufada de cierta ironía condescendiente, en el seno de la crítica.
Cierto es que establecer una comparación entre dos productos tan dispares como Deliverance y Zardoz, amparándose solo en en el vínculo de unión de ser del mismo director, puede resultar cuando menos injusto, y más cuando ambas producciones son en definitiva hijas de su época, marcos contextuales de un momento, de una situación.
Efectivamente Zardoz, como film post-apocalíptico, se inscribe en la línea de otros films como Cuando el tiempo nos alcance o El último hombre vivo. Films que repondían sin duda al momentuum de una época, de unas inquietudes sociales. Más que profetas en el sentido de ser un ‹coming-of-an-age› global se revelan como films advertencia, de lo que podría ser un ‹son-of-an-age› resultante de crisis políticas, económicas y sociales tan habituales en los desencantados y algo depresivos 70.
Lo que Boorman nos muestra son los restos del naufragio de una humanidad a la deriva, un mundo sin civilización ni orden donde solo prevalece la ignorancia y el servilismo hacia una especie de tótem divino, un semi-dios llamado Zardoz. Que dicho nombre sea apócope de Wizard of Oz, nos da una idea de la visión amargamente cínica que Boorman ofrece de dicha historia. Sí, Dorothy es sustituida por un macho alfa interpretado por un Sean Connery algo perdido (todo hay que decirlo) cuyo trayecto en pos de esa divinidad no es precisamente voluntaria ni redentoria, sino forzada y violenta.
Un trayecto que no acabará precisamente en ese mundo feliz Oziano precisamente aunque sí en su apariencia. Sí, el grado de mala baba boormaniana llega hasta el extremo de no solo atacar lo sucio y vil sino de criminalizar a su reverso, su presunta solución. Sí, la belleza, la paz y la armonía son ofrecidas como el producto de una sumisión absoluta, de una ignorancia zombi. El contraste pues no deja de ser desolador, o iniciativa y autoconsciencia violenta y destructiva o sumisión borreguil. No hay más.
Una visión que se articula estéticamente muy contextualizada a través de efectos estroboscópicos de luz, imágenes alucinatorias que remiten de alguna manera a ese auge de la droga en los setenta y, porque no decirlo, a sus efectos devastadores. También en esta línea, se incluyen referencias al amor libre, a las comunas hippies y otros elementos polémicos en la época. El fresco resultante acaba por ser, más que distopía, una visión distorsionada, una metáfora hiperbólica del tiempo en que fue rodada. Una visión que no abre ninguna puerta a la esperanza, ni ofrece opciones de salvamento. Sí, Boorman se configura casi como el director del nihil novi contemporáneo.
Sí, si uno quiere comprender un periodo tan convulso como los primeros años 70 tiene en Zardoz, sin duda, una obra de referencia. Drogas, sexo, falsos gurús, violencia racial y sectaria, mundos que se autodestruyen. Todo está ahí. Sí, el disfraz de sci-fi existe, pero es tan tenue como una gasa transparente. Y no, eso no es resultado de una mala planificación. Es precisamente la intención última de Boorman: convertir a Zardoz en esa película que pone de manifiesto un mundo hipócrita y cruel que, a pesar de vestirse con ropajes de democracia y libertad, no puede ocultar unas vergüenzas aplastantes. Quedando así expuestas, a la vista de todos. Sin piedad. Sin compasión.