¿Se puede comprimir la esencia de los hermanos Coen en cinco minutos? Por supuesto. Y está bien recordarlo ahora que, quién sabe si momentáneamente (siempre se está a tiempo de cambiar de opinión) es el mayor, Joel Coen, quien debe seguir su propio rumbo en el cine en solitario. Estos días llega La tragedia de Macbeth a nuestras conexiones de internet vía Apple, donde el formato clásico y los matices grisáceos se adaptan a nuestros dispositivos caseros para deleitarnos con una renovada visión de lo literario por parte de un único Coen, y ya nos ha entrado la instantánea nostalgia por el equipo que formaba con Ethan, aunque no vamos a rechazar que por separado también nos inquietan.
Es difícil, puede que incluso una locura, tratar de menor a una película firmada por Coen, desde su inicial Sangre fácil a aquellas en las que todo actor y actriz de actualidad mataría por participar como ¡Ave, César!, ninguna cae en el olvido ni necesita de un recordatorio cuando se podría hablar de hordas de cinéfilos que aprecian ese afilado humor que siempre han gastado los hermanos, fanáticos del cine negro, del libreto ‹pulp›, del personaje extravagante dentro de su más que absoluta normalidad. Pero rascar y rebuscar es un ocio compartido que nos lleva a encontrar la pureza Coen dentro de un pequeño fragmento compartido.
En 2006 comenzaba una aventura mundial que tampoco duraría tanto, pero que marcó una necesidad por situar el amor en sitios. Paris, je t’aime resultó una película episódica de altos y bajos (como todas ellas, se precien o no) que escondía la particular, como siempre, visión de los Coen en uno de sus apartados. Bajo el título Tuileries, nombre de una de las estaciones de metro de la ciudad, sentaban a un impecable Steve Buscemi transformado para la ocasión en turista americano, aunque deberíamos admitir que poco importa su intención si podemos disfrutar de su presencia manipulada por los directores, resultando siempre en inolvidable.
Pero allí estaba Buscemi, guía de turista en mano, sentado a la espera de un metro, siguiendo las directrices del panfleto, sin necesidad de articular palabra para que la gran eclosión “coeniana” tomase la iniciativa. Mudo pero bien informado por una suerte de guía-meta, desata la furia y pasión parisina por un cómico y acechante cruce de miradas, donde lo francés se simula por el escenario, lo anecdótico por la situación y lo beligerante es unipersonal y divertido.
Fiel a su formato, sin necesidad de vagar por las calles de París para conformar una imagen de la ciudad, reinterpretando los iconos más característicos a través del material que siempre carga el turista de a pie en un único escenario, y subrayando los gustos por unos perfilados y algo insidiosos personajes que tan bien representan a los directores, Tuileries lo dice todo sobre el amor fogoso y sobre los Coen en su escasa, efímera y agradable duración. Y Buscemi siempre será el perfecto perdedor, tanto como intrigante resulta la sonrisa de La Gioconda, esa que le cubre y a un tiempo vigila a través de montones de postales al finalizar.