Joseph Hillström, o más conocido como Joe Hill, fue uno de los pioneros del incipiente movimiento sindical estadounidense de principios del siglo XX. Emigrado a los Estados Unidos junto a uno de sus hermanos para tratar de labrarse un brillante porvenir, su espíritu aventurero y nómada le inspiró a recorrer buena parte del territorio estadounidense viajando a través de las líneas ferroviarias americanas de Este a Oeste y de Norte a Sur. Ello permitió a Joe descubrir de primera mano las míseras condiciones de trabajo a las que estaban sujetos el ejército de inmigrantes que aterrizó en los EEUU para desempañar los trabajos más duros y necesarios para conceder el avance de ese progreso que beneficiaba a la floreciente burguesía norteamericana. Hill se asentó en California, alcanzando fama como líder sindicalista y vocero, siendo especialmente destacado su gusto por emplear combativas melodías compuestas por él mismo como correa de transmisión de reivindicaciones sociales e ideales a sus camaradas. Su muerte estuvo rodeada de misterio. Así, la misma noche en que dos desconocidos ataviados de un llamativo pañuelo rojo muy similar al del sindicato del que era miembro Hill cometieron el asesinato del dueño de un establecimiento de carnicería en Utah, el activista sueco acudía herido de bala al local de un médico. Hill sostuvo que la herida fue debida a una reyerta en la que estaba implicada una bella dama que nunca delató su identidad. La policía asoció la herida de bala en el pecho de Hill con la que sufrió uno de los atracadores de la carnicería a manos del moribundo dueño, acusando de este modo al sueco de asesinato. Un sumarísimo juicio, donde la condena estaba firmada de antemano sin posibilidad de defensa, firmó la sentencia de muerte de un Hill quien murió fusilado y abandonado por los suyos.
Esta atractiva y resumida biografía del líder revolucionario sueco emigrado a los EEUU sirvió de base a Bo Widerberg, sin duda uno de los maestros del séptimo arte europeo nacido en tierras nórdicas, para cincelar uno de los más hermosos poemas alrededor de la derrota y la pérdida de la inocencia del pueblo americano jamás filmados. Widerberg fue un poeta. Un cineasta que enfatizaba su propuesta sobre todo en la esfera sensual, es decir, en el concepto del cine como arte abstracto no necesariamente ligado a la narrativa literaria de la epopeya clásica. Para el autor de Adalen 31 el cine se disfrutaba a través de los cinco sentidos y ello se advierte en el trazo divergente que posee este biopic que nada tiene de convencional.
Y es que Joe Hill se destapa como una obra que apuesta por la alegoría y la poesía extrema, refutando por ello la lectura plana de las diversas vivencias acontecidas en la vida del personaje que titula la cinta. El primer fotograma no puede ser más revelador. Un plano circular que capta y rodea la Estatua de la Libertad, símbolo del triunfo de la democracia frente a las dictaduras y totalitarismos —o al menos eso nos han contado— dará pie a continuación a un plano antagónico, el de Hill y su hermano recién llegados a la ciudad de las libertades neutralizados por las rejas de una valla que separa a los recién llegados de los acomodados. Con este plano cargado de simbolismo, Widerberg abrirá un cuadro que desplegará el poder narrativo de un rapsoda de alta escuela preocupado por vertebrar su obra a lo largo de una derivada intimista y soterrada, renunciando por tanto a una somera exposición de los hechos relatados sin ningún tipo de sustancia ni riesgo.
En este sentido, merced a pequeños brochazos de genialidad, el autor de La belleza de las cosas describirá los primeros pasos de Hill en el Nueva York de las oportunidades junto a su hermano. También sus primeros trabajos como limpiador en un bar o su cercanía con un pequeño granuja y ratero del que aprenderá que la primera norma de supervivencia en un entorno hostil y opresor como el Nueva York de 1902 consistirá en defender tus ideales contra viento y marea. Igualmente Widerberg dibujará con su particular sustrato romántico la revelación del primer e insensato amor que explotará en Hill cuando éste conoce en las afueras del teatro de la ópera a una atractiva dependienta italiana de una pescadería llamada Lucía. Una belleza efímera y fugaz en la vida de Hill que le abandonará para abrazar los suntuosos aromas que desprende un amanerado tenor.
De este modo Widerberg asociará la pérdida de la belleza con el alumbramiento de la soledad y las ansias de aventura en un Hill que abandonará la comodidad de la ciudad para convertirse en un trotamundos sin rumbo en compañía de un viejo holgazán robagallinas con quien atravesará el país aterrizando en la salvaje costa Oeste. Mediante la sutileza Widerberg hará fluir la trama sin obstáculos ni grandes divagaciones, dejando por tanto que la propia historia se impregne de pasión y vida, relatando como un perfecto trovador pequeños e interesantes pasajes sin importancia de la vida del héroe protagonista, tales como su descubrimiento del poder de la música para atraer y trasladar reivindicaciones sociales y laborales entre la sometida población obrera estadounidense de principios de siglo XX o su lucha contra los elementos y sus propios compañeros por establecer unos ideales distintivos y humanistas que no encajaban con las ansias de poder existentes tanto entre los miembros de la patronal como entre los integrantes de los frágiles y mal dirigidos sindicatos norteamericanos, un gremio que únicamente empleaba la huelga como medio de presión para alcanzar sus objetivos en lugar de usar un arma más poderosa como el asentamiento de la doctrima y los dogmas ideológicos.
Frente al pragmatismo de sus correligionarios, Widerberg retratará a Joe Hill como un mártir religioso, trazando así una especie de vía crucis que asimila la figura del sindicalista con la del Jesucristo revolucionario en lucha contra los dictámenes y las injusticias imperantes en el Antiguo Imperio Romano. Por consiguiente, la sombra de Hill brotará como la de un Mesías que camina del lado del más débil, recitando oraciones obreras que enfatizan la necesidad de luchar todos juntos sin sectarismos raciales contra las máquinas que enarbolan la bandera del poder capitalista. Como hemos comentado, a Widerberg poco le interesan los aspectos históricos que rodean al personaje. Al contrario. El cineasta sueco centró su atención en la imagen romántica de la inmolación y el martirio de un líder religioso traicionado por sus compañeros y por tanto convertido en una víctima de ese sistema que se retroalimenta devorando las espinas que crecen en su interior.
Con una clara intención trascendental, Widerberg apostará en el tramo final de su obra por absorber la épica del calvario sufrido por un Joe Hill acusado de un asesinato al que ha sido empujado por una María Magdalena quien azota los instintos más bajos de su redentor. Así la construcción del juicio, de la condena a muerte y de la propia ejecución de la misma se asemejará a la efigie de una crucifixión consentida tanto por unos Poncio Pilatos que lavan sus las manos ante la injusticia, como por unos apóstoles que absorben la mirada de Judas y para quienes la muerte de su líder parece representar un triunfo más que una derrota. La pasión de Joe Hill culminará con una imagen tan patética como poderosa: la del fusilamiento del condenado cometido por una partida de voluntarios fusileros que esconderán su vergüenza detrás de los muros por los que se asoman los cañones de sus mortíferos instrumentos de muerte. Una ejecución silenciosa, cometida con alevosía y sin la presencia discordante de esos compañeros del ejecutado convertidos por Widerberg en cómplices de su calvario, quienes asimismo serán incapaces de cumplir el último deseo de nuestro héroe: el de esparcir sus cenizas por el campo para que las mismas sirvan de alimento a una bella flor que crecerá bajo los dogmas de la libertad y la esperanza.
Joe Hill se alza como un nostálgico canto en favor de los perdedores que huye de toda intención política y doctrinaria adoptando un algoritmo cinematográfico que desprende un humanismo inspirador sustentando su sustrato en la presencia de los sentidos como principal herramienta difusora de metáforas. La cinta ostenta un particular tono espiritual y trascendente que opta por el ejercicio de lo subliminal en detrimento de la exposición artificial. Un carácter soterrado que será explotado por Widerberg en la escena clave de la cinta, la del día de autos en la que tendrá lugar el crimen del tendero y la acusación de asesinato a la que será sometido Joe Hill. Una secuencia vestida con un traje cosido por el hilo de la elipsis que no dará ningún tipo de pistas ni pruebas que permitan inculpar o absolver al juzgado, almacenando así un misterio que el propio Hill se llevó a la tumba. Sin duda un truco de maestro a la altura de ese poeta que ejecutó sus mejores cuentos en este séptimo arte deudor de su más intrínseco sentido espiritual al maestro Bo Widerberg.
Todo modo de amor al cine.