No hay más que echar un vistazo a la filmografía de Jim Mickle para tener claro que estamos ante un director inclinado por la vertiente del género puro y duro, con una carrera que ha derivado desde el terror puro y duro hacía los vínculos con el neonoir del que hace gala su último film, Frío en julio (Cold in July). Sin embargo, Mickle está dejando claro que es uno de esos directores que, sin pretender “autorizar” sus películas, sí quiere plasmar sus inquietudes cinéfilas, pasar por el filtro de su personalidad los temas que relata, de bastardizar en definitiva al género tratado.
Un ejemplo claro de ello sería su segundo film, Stake Land, claramente inscrito en el terror vampírico pero que no renuncia en ningún momento a establecer relaciones de fraternidad con elementos pertenecientes a géneros tan dispares como el drama, o las road movies. Partiendo de un argumento muy similar a la fallida Daybreakers de los hermanos Spierig, Stake Land nos sitúa sin apenas más que un esbozo eficaz de presentación en un mundo postapocalíptico donde la civilización humana a caído después de un «outbreak» vampírico. La diferencia eso sí con el film de los Spierig estriba en que no estamos ante un proceso de sustitución de civilizaciones sino ante un mundo donde lo animal, lo instintivo predomina por encima de cualquier consideración.
Sí, no es que falte sangre en Stake Land, bien al contrario las dosis de gore están presentes a largo del metraje pero dosificadas de manera que otros aspectos cobren relevancia por encima del mero ejercicio del survival clásico. Mickle parece interesarse ante todo por las relaciones personales y su interacción social y natural, en observar con un mirada mitad científica, mitad filosófica como el ser humano enfrenta una situación límite como la que se nos presenta. Cierto que no estamos evidentemente ante un film de carácter documental y así lo lo muestra tanto el tono como el desarrollo del mismo, pero si hay una cierta aproximación intimista hacia los personajes plasmada especialmente en el mimo tanto por los diálogos como por los silencios y miradas. Es en este sentido que podríamos hablar de un cierto realismo naturalista, o al menos la intención de no expulsar al espectador basándose en la condición genérica de la película sino, por el contrario, inmersionarlo de manera que se sienta atrapado por la credibilidad desprendida de la pantalla.
Lógicamente estos son aspectos que vienen matizados constantemente por elementos propios de la condición de film vampírico por lo cual la sangre, la violencia (especialmente entre humanos) está presente. Lo interesante no es tanto la cantidad como la forma en que es mostrada ya que contiene dos variantes que la hacen elemento de apunte crítico apreciable. Así, el combate contra el vampiro es brutal pero al mismo tiempo rápido, seco, dejando claro que es simplemente una cuestión de supervivencia. Pero cuando el conflicto estalla entre humanos la película cobra otra dimensión, no solo está el matiz ideológico o religioso, sino que interviene el factor sentimiento en su vertienete negativa. El odio, el rencor, la venganza y por tanto lo retorcido y lo macabro cobran forma a la hora de matar o morir. Algo que resulta paradójico y a la vez pesimista al dejar claro que cuando más humanos son los personajes también resultan más y más detestables, salvajes, prescindibles.
De alguna manera Mickle otroga de esta manera otra dimensión al vampiro: más allá de su brutalidad animalidad le otorga la condición de espejo naturalista del ser humano. Despojado de matices no es más que nuestro reflejo y por eso resulta tan amenazante, porque nos sustituye sin excusas, sin más motivaciones que su propia supervivencia. Ante este panorama podemos afirmar que Stake Land no deja de ser un fresco poético, un film que aprovecha al vampiro como excusa para elaborar un discurso de tintes oscuros (aunque dejando la puerta abierta a la esperanza) sobre el «innerself» del ser humano. Stake Land es Malick en versión antipoética, árida como Easy Rider sin drogas, dura como un puñetazo en el estómago o como una estaca clavada en el corazón.