La historia se abre con la muerte de una joven promesa del automovilismo, un icono en su pueblo que, con su partida, deja un vacío difícil de llenar tanto para su familia como para sus amigos; difícil de llenar pero quizás no imposible, porque esta es la cuestión o por lo menos la apuesta de la historia, un posible intento de suplantación del caído, una metamorfosis progresiva y performática en la que las distintas personas alrededor y el mismo intérprete reconocen su rol de nuevo emisario, porque también hay una mística que incluso se puede intuir en el nombre de la cinta; no es casualidad ese nombre, Jesús, y menos cuando dentro de las escenas de apertura se pone tanto énfasis en la religión. Mención especial merece el plano en el que la familia reza con congoja arrodillada en medio de la lluvia, una lluvia bañada a la vez por los rayos del sol como si el cielo los acompañara en su angustia.
De entrada resaltan las cicatrices de quemaduras en nuestro joven protagonista, las cuales poco a poco se irán contextualizando en la medida que la historia revela los lazos que entretejen tanto al pasado del difunto como el de su reencarnación, pues hay un legado familiar, una pasión que atraviesa a estos personajes y que parece ser el pilar de sus relaciones o propósitos. A pesar de que se puede argumentar que esta es una película deportiva (dado su enfoque en torno a las carreras), la verdad es que este aspecto es solo el vehículo para el desarrollo de los personajes, los cuales son amantes de los autos y de la conducción llevándola más allá de la esfera competitiva, pues los jóvenes de esta comunidad actúan como pandilleros que en vez de motos asolan la región con sus carros.
La trama se va desarrollando con tendencias de thriller dando pequeñas pinceladas a la construcción del protagonista, que pareciera ingresar a un culto, pero esta es una consecuencia de la mirada psicológica, pues si no fuese por la tensión latente en las escenas la comunidad no estaría cargada de ese carácter mítico y fanático; en este sentido, el artificio cinematográfico es capaz de inyectar significados perversos en lo que en otro escenario podría ser simplemente el curso banal del luto. Y es que no hay rastro de enfermedad o de demencia colectiva en los personajes; la cinta en ningún momento se esfuerza por generar un retrato especialmente corrupto de la psiquis: estas son personas normales que tratan de sobrellevar el duelo.
En los últimos compases también se siembra la duda sobre a quién corresponde la metamorfosis, quizás si los papeles se habían intercambiado ya desde el instante inicial, o si por el contrario se podría argumentar que el cambio o transformación no procede del desarrollo ajeno, sino más bien del encuentro más puro del yo. Es una historia que no resuelve todos sus puntos y que juega con esto mismo a la hora de generar incertidumbre, de mantener un estado de incomodidad y desconcierto constante, en especial frente a determinadas imágenes que irrumpen como capaz de oscuridad. En el plano actoral merece la pena resaltar la elección del segundo rostro, el Jesús velado que a pesar de ser una metáfora obvia logra cautivar y desarrollar en el plano expresivo, y gracias a su morfología suscita una lógica inconexa entre el principio y la nueva carne.
Jesús López termina siendo un retrato perturbador, pero no en un sentido terrorífico sino más bien desconcertante, tanto personal como social, de cómo el individuo al construirse a la vez entabla un proceso de reflexión comparativa, siendo el otro a la vez un potencial del yo, convirtiéndose la identidad en un proceso inestable y caótico.