Las películas de Jessica Hausner tienen el común denominador de parecer rehusar el cuerpo a cuerpo. Temáticamente e incluso en la distancia tomada con sus personajes parece que estamos siempre ante una directora que aborda sus films con una frialdad tan acerada que bordea el sarcasmo, cuando no directamente el desprecio, por aquello y aquellos que retrata. Lourdes, el tercer film de la directora austriaca, es una muestra más de esta aparente metodología, de esta marca autoral.
Pero, si hemos calificado de aparente a la estética, a la sensación que nos produce lo Hauseriano es porque en realidad la distancia, la frialdad, no es intrafílmica sino que, por timidez coqueta o por buscar el efecto sorpresa posterior, se proyecta hacia al espectador. Hauser busca el extrañamiento y el descoloque, la subversión a través de la imposibilidad locacional de la audiencia. No en vano la pregunta que se origina siempre en el inicio de sus películas es “¿qué estamos viendo?” En Lourdes, caso que nos ocupa, nos encontramos ante una excursión al famoso lugar milagrero, ante una sala vacía que se llena progresivamente y ante el anuncio de una estancia de un grupo de enfermos buscando una curación milagrosa (y por tanto científicamente imposible).
Entonces, ¿estaremos ante un drama médico? ¿una crítica a la religiosidad turística? Pues de entrada a lo que asistimos es al segumiento de Christine, personaje atado a una silla de ruedas por la esclerosis múltiple, siguiendo todos los tours, baños y peregrinaciones organizadas. Lo que vemos sin embargo es un retrato de una mujer con el piloto automático puesto, sin fe, sin esperanza. Su trayecto en Lourdes es el via crucis del aburrimiento vital, del hacer por hacer, del estar por estar. No obstante, sus ojos más que fríos, muertos, derrochan una sintonización más que palpable con el entorno. Su mirada escéptica se torna por momentos compasiva, su odio hacia la imposibilidad de tener un romance o contacto sexual con los hombre deviene puro deseo. Y con todo ello asistimos al milagro (o no).
Christine, vuelve a caminar, y de repente toda su intencionalidad, sus ganas de hablar, los colores que la rodean se vuelven cálidos y sus deseos se antojan más cercanos. Algo que es exactamente lo que sucede con la película de Hauser. De repente el frío drama, casi carcelario, se torna como por arte de magia en una comedia agradable, casi ligera. La audiencia sintoniza con la historia, y el sarcasmo insoportable da paso a una cáilda ironia, a una cámara que se aproxima más y más a los personajes y al espectador.
La intrahistoria y su proyección exterior devienen un solo corpus, reflejado de alguna manera en el uso del Ave Maria de Schubert, tema interpretado comúnmente como epítome de la religiosidad cuando en el fondo no es más que un tema de romanticismo exaltado contra una dama lamentando su exilio. En el fondo el personaje del Ave Maria no deja de ser Christine reclamando salir de su enclaustramiento en la silla. No es casualidad que cuando consigue salir de ella, y por fin bailar, suene de forma totalmente irónica el Felicità de Al Bano y Romina Power. El enclaustramiento tiene su parte bella, la libertad conlleva banalidad, la felicidad de los tontos. El bailar coja delante de los minusválidos, ser la reina tuerta del país de los ciegos.
No deja de ser tan bello como significativo el último plano del film, con una Christine que se aparta de la escena y deviene espectadora de la “Felicità” que sigue atronando fuera de plano. Hauser, de esta manera convierte a la protagonista de la película en un miembro más de la colectividad, de la audiencia, en una voyeur mas del drama humano que se desarrolla ante nuestros ojos. Su sonrisa irónica nos muestra su autoaceptación a una integración que tiene el punto de tristeza de la caída del idealismo en favor de vivir acompañada de envidias, desengaños y también de dos piernas que le permiten caminar. Gracias a dios (o quizás no tanto).