La carrera como actor de Jesse Eisenberg es sobradamente conocida. Su interpretación del fundador de la gran red social Mark Zuckerberg en 2010 le proporcionó proyección mundial. Antes y después, ha participado en títulos igualmente populares como Zombieland o Adventureland, además de haber incursionado también en títulos autorales de la mano de Kelly Reichardt, Noah Baumbach o Joachim Trier.
Ahora, en su faceta de director y escritor de sus películas, y con motivo del estreno de la segunda, A Real Pain, que triunfó en el festival de Sundance del pasado año, recuperamos su debut. Ya desde su presentación, Eisenberg delimita perfectamente en qué ámbito temático y emocional se va a desarrollar su película. Ya sabéis, esa frase lacónica, que se podría poner en la boca de unos cuantos hijos e hijas de progenitores muy preocupados por los problemas sociales y políticos de la humanidad, pero demasiado desconectados de las personas que tienen más cerca —salvando todas las evidentes diferencias de entidad, eso mismo declaraba el hijo de Joan Baez, respecto al activismo sin límites de su madre en el magnífico documental estrenado este año sobre su faceta más íntima, I Have a Noise—. De hecho, es ese espacio sociológico norteamericano, de manifestaciones y canciones protesta no compartidas, el que Eisenberg consigue recrear en su propuesta.
Se basa en su audio drama homónimo de 2020, para llevarnos a una ciudad mediana del estado históricamente republicano de Indiana, y contarnos de una familia prototípica demócrata. Comienza con el hijo adolescente, de nombre artístico Real Ziggy Katz (Finn Wolfhard), un aspirante a cantautor roquero que monetiza su música en un canal en internet. Así empieza la película, con la sucesión de pantallas de los seguidores de medio mundo con los que interactúa, en una estampa típicamente post-pandémica con la que el director nos ancla en el presente, en este extrañamiento que nos ha quedado después del Covid-19. ¿Y quien lo interrumpe en medio de la retransmisión? Su madre Evelyn, en la piel de la maravillosa Julianne Moore, que vive volcada en su trabajo como directora de un refugio para mujeres víctimas de violencia de género.
Solo han transcurrido unos minutos de metraje, y ya conocemos la naturaleza esquiva y conflictuada de la relación entre ambos. Con los ambages de la comedia dramática de formato indie, Eisenberg nos cuenta de las frustraciones recíprocas de ambos, de la distancia que los separa respecto a su respectivas motivaciones vitales, que eclosionan cuando él desee impresionar a una compañera de instituto muy interesada en la política y conectada con todo ese universo activista norteamericano profundamente crítico con el imperialismo desplegado por el Imperio de las barras y estrellas, y ella se vuelque en reconducir hacia la universidad al hijo de la última mujer refugiada en su centro. A través de la sucesión continuada de sus desencuentros, con un tono costumbrista que mira hacia ilustres predecesores, y apoyado en las convincentes actuaciones de Moore y Wolfhard, el director incursiona en un ámbito que intuyo auto-referencial, en el que las loables intenciones de fondo no consiguen conjurar las miserias personales cotidianas, aunque el proceso de confrontación con esas personas externas al núcleo familiar que tanto les preocupaban parece poder redimirlos. Esa es la sensación que nos invade en la emotiva secuencia final, cuando madre e hijo se busquen desesperadamente, mientras escuchamos esa bonita composición de Ziggy, Matemáticas de un mentiroso, que ya le habíamos visto interpretar para sus fans al inicio, «Dos coches a toda velocidad. No chocarán nunca, pero nuca se encontrarán».
«El Cine es más hermoso que la vida.»