Jerzy Skolimowski se dio a conocer entre la cinefilia en 1965, cuando presentó en el festival de Cannes Marcas identificatorias: Ninguna y su continuación inmediata, esta El fácil triunfo (Walkover, 1965) que ahora nos ocupa, cintas que seguían las peripecias vitales de un joven a la deriva en el marco de una sociedad polaca de posguerra en la que no lograba encontrar su sitio. Esta falta de rumbo es el elemento motriz de la película: todo comienza con un encuentro fortuito en un tren. A partir de ahí, Skolimowski irá haciendo balance de las inquietudes existenciales de su singular protagonista (interpretado por el propio cineasta), sujeto que asiste a cuanto le rodea con tanta curiosidad como sincero desconcierto, moviéndose a impulsos, mientras va dejando atrás su juventud para incursionar en una madurez cuyas exigencias y responsabilidades elude o combate como buenamente puede. Lo que sucede a su alrededor (que puede ser tanto dramático —la cinta se inicia con el suicidio de una chica que apenas despierta el interés del personaje, claro indicio de su desafección ante su entorno inmediato— como humorístico —el gag recurrente de la báscula—) ofrece algunas claves para entender la construcción social de la Polonia de los sesenta, desde el papel de la mujer al peso del trabajo científico e industrial, pero no distrae de lo fundamental, que es la capacidad de Skolimowski para capturar un estado de ánimo, si se quiere incluso un estado de ansiedad, en la figura problemática de su antihéroe, Andrzej Leszczyc.
Insigne renovador del cine polaco, Skolimowski plantea un estilo, tanto narrativo como visual, sinuoso, con virtuosos planos secuencia y elaborados movimientos de cámara que registran el espacio y a los personajes con gesto elegante, sí, pero también con extrañeza, a ratos casi con mano de prestidigitador (la escena introductoria), arrastrando al espectador en un vaivén magnético que revela el enorme dominio del medio que ya ostentaba su director. Es cine moderno en su conjunto, pese a rasgos ocasionales que se quisieron vanguardistas y que, quizás hoy, han envejecido un poco mal (ocurre en gran parte del cine de autor de su época); puede apreciarse en los recitados en off que suspenden la acción en el tiempo, o en la conjunción, no siempre lograda, de humor absurdo y angustia existencial, que da pie a algunas escenas presuntamente humorísticas que no terminan de cuajar. Pero lo que predomina es la inspiración de un autor ávido por crear, por abrir espacios de ruptura dentro de la narrativa del cine tradicional, y que aborda el estudio psicológico de su criatura con ambigüedad y rehuyendo obviedades, de ahí su riqueza y complejidad. También con escenas muy bien pensadas en términos visuales, como la del combate de boxeo o la persecución al tren (de ejecución bastante arriesgada, a poco que se observe).
El triunfo fácil, cuyo título original, Walkover, que hace referencia a la victoria por abandono del oponente, sigue siendo hoy una película valiosa e intrigante, hábil a la hora de señalar los temores más recurrentes de la generación de su tiempo (que, por otra parte, no distan demasiado de los que podamos tener actualmente), y hábil igualmente a la hora de vehicularlos a través de un relato que culebrea, como su protagonista, sin rumbo fijo por la pantalla, de forma impulsiva y casi desesperada, con apuntes metafóricos pertinentes (esa crucifixión en la distancia) y con talento tanto para mover e integrar en la trama una variopinta fauna local, como para sortear lo obvio, lo fácil, como demuestra su abrupto e inteligente desenlace, que revela una madurez impropia de alguien que está empezando. Puede que no llegue a retener la fuerza que aún hoy hace brillar a Zona profunda (Deep End, 1970), quizás el título más emblemático y recordado de Skolimowski, pero estamos ante una obra que conviene recuperar si se quiere ubicar el germen del talento de uno de los cineastas europeos más interesantes del panorama contemporáneo, además de reflejar ya de forma palpable las obsesiones y rasgos más característicos que han marcado su cine. Porque, vista hoy, sigue siendo una pieza de ficción deslumbrante, un retrato sutilmente irónico de su tiempo y un dechado de inventiva e imaginación.