Es natural que haya gente por ahí que, teniendo el vicio de tomar su juicio como valor universal, aprueba o rechaza cada obra en función de una supuesta calidad o carencia de la misma, sin pensar ni siquiera que esa calidad es, o bien la medida de su propio gusto individual, o bien la aceptación ciega de una convención que deriva de la reiteración de un modo de hacer por parte de una serie de directores aupados por la masa crítica que, por muy genial y maravilloso que sea, no se sale de una frontera establecida por ellos mismos. Me la pela. Me dan igual esas retinas de dirección única y de mirada miope que solo contemplan su ombligo o el de sus idolatrados Deux Creadores para rechazar todo lo demás. Y es que hablar de Jeannette, la infancia de Juana de Arco, la última obra de Bruno Dumont, como si fuera una voz rota y desafinada dentro de la Historia del Cine, o peor aún, como si fuera una burla, deja claro que el sentido histórico de las mentes que manifiestan todo eso cojean de tres patas. A todos ese gremio crítico que vocea orgulloso y desde unas alturas que son humo como si el Cine no estuviera acaso en sus inicios, yo les digo: ¿no será acaso, mejor que apuntar a unas técnicas y temas planteados por un grupo dominante como si fueran la única posibilidad con desarrollo, dejar que se abran paso todas las formas que surjan del pensamiento y aplicarlas para que, en estos primeros pasos, sintamos la inmensidad de las múltiples posibilidades que están por crear mediante el uso de la cámara? ¿No será mucho más interesante el despliegue de variantes que la fijación fetichista en un solo objeto posible? Solo se me ocurre una metáfora: estos defensores del camino recto son como aquellos tipos que al colega que solo ejercita los bíceps para dejar el resto de su cuerpo asquerosamente fláccido le dicen «te sienta bien el gimnasio».
En otras palabras, un musical que junta elementos como un tema religioso, actores no profesionales, coreografías rígidas y música que oscila entre lo barroco y el metal es para llorar de emoción. Y es que Bruno Dumont parece estar interesado en ese ir de izquierda a derecha para ver qué se puede hacer, para explorar el mundo posible. Qué más darán la estructura, el juego medido de planos para despertar al espectador adormecido, o la fluidez del diálogo que oculta algo tan bello como la poesía cantada, e incluso por qué evitar la cara ingenua que mira a la cámara cuando lo que se está haciendo es abrir un camino nuevo. En Jeannette, la infancia de Juana de Arco tenemos la oportunidad de aprovechar el salto cognitivo que producen contrastes como la puesta en escena de unos textos de Charles Peguy que remiten al pasado expresados mediante las coreografías endurecidas, transgresoras a voluntad y puramente modernas de Philippe Decouflé, o como el ir del relatar estricto de los personajes a los gestos, como la risa de Juana en el caballo, que se les escapan, haciéndonos ver que no son más que actores. Bruno Dumont consigue con Jeannette, la infancia de Juana de Arco jugar con una serie de elementos en apariencia contradictorios para elaborar a partir de ellos una obra cargada de misticismo que se eleva por encima de las tendencias habituales. A ver si así algunos se iluminan de la misma manera que lo hizo Juana.