La revista Sight & Sound, como hace cada 10 años, acaba de sacar su lista de las mejores películas de la historia. Esta vez, según el criterio de 1.639 críticos, programadores, profesionales del cine y académicos de todos los lugares del mundo, los votos dan como mejor película de la historia a Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles, un hecho lo suficientemente significativo para que nos detengamos a analizar este film belga de 1975 dirigido por Chantal Akerman (1950-2015).
Aunque la lista sea una buena excusa para hablar de esta película, lo primero que debemos hacer es relativizar este reconocimiento. No creo que hacer un tratamiento crítico de este film, bajo el prisma de ser el mejor de la historia, sea justo. Primero, para la propia obra en sí, pero también ante la tentación de confrontarla con otras películas, que a lo largo de los años, han ocupado este puesto y que en esta lista se encuentran justo detrás de ella, como Vértigo (1958) o Ciudadano Kane (1941)
También pretendo que mi análisis sea estrictamente cinéfilo. A diferencia de la mayoría de las opiniones que he leído tras esta controvertida elección, y que han renegado de cualquier argumentación artística, para dirigir su mirada a ámbitos sociológicos, ideológicos, o de reivindicación de género, lo que pretendo transmitir en estas líneas, es un análisis puramente cinematográfico.
El argumento que Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles desarrolla en sus más de tres horas, es ni más ni menos que mostrarnos la rutina doméstica a lo largo de tres días, de una mujer.
La decisión de la directora, Chantal Akerman, es hacer testigo al espectador de la cotidianeidad, de la vida casera de una mujer, un ama de casa, cuyo periplo transcurre realizando sus labores domésticas, pero a la que añade el elemento disruptivo de que también ejerce la prostitución. Akerman, espoleada en su vocación por Godard y que encontró su hueco en el contexto del cine de vanguardia norteamericano de los años 70, es extrema en una concepción estilística que la emparenta con la radicalidad fílmica de Jonas Mekas o el propio Andy Warhol.
Los espectadores somos ‹voyeurs›, extrañamente ensimismados por la cotidianeidad y meticulosidad del día a día de una mujer, sus tareas del hogar, sus rutinas. Una mujer que no podemos dejar de mirar, de seguir, de observar, en un ejercicio que impacta por su hiperrealismo, su tratamiento del tiempo real, y la ausencia de adornos o concesiones a un espectador al que apenas se le hurta nada, que siente asistir a un pedazo de tres días de vida de un ama de casa y que se sorprende estudiando el rostro de esa mujer, hierático, que no trasluce emoción alguna, aparentemente incapaz de interactuar con su entorno y que parece vivir una vida exclusivamente hacia dentro, envuelta en labores caseras y silencio.
Además de la mujer, el otro gran personaje, como indica el propio título del film, es la casa. Un lugar del que acabamos conociendo todos sus recovecos, aunque principalmente se nos muestra el salón y la cocina, donde vemos repetidas una y otra vez las mismas rutinas. Un espacio acogedor, ordenado, pulcro y con gusto, como el que la propia mujer tiene hacia sí misma y que hace que tanto ella, como el propio domicilio se nos presenten siempre impecables en su aspecto.
Fuera de la casa, todo resulta frío, desangelado, incluso algo amenazante. La protagonista apenas interactúa con supuestos vecinos o transeúntes y si lo hace, es lo estrictamente necesario. Hay serenidad en sus formas pero al mismo tiempo hay una contención de fondo, no quiere intimar, no quiere conectar. Más allá de su hijo no parece querer tener una vida social. Todo lo vuelca hacia un ensimismamiento interior en el que el silencio es protagonista.
Aquí acabamos de introducir otro elemento, el hijo, con el que mantiene una relación algo críptica y donde se permite desplegar algún sentimiento, eso sí, muy contenido. Un joven algo desinteresado, aparentemente dócil y del que no sabemos gran cosa, ni siquiera si conoce o no la actividad de su madre. Es un personaje que, lejos de acompañar, ahonda en la soledad de la mujer, que recibe su misma frialdad y algo de displicencia.
Para mostrarnos esto, toda una sucesión de rituales cotidianos y de actividades domésticas que también dan peso a los objetos, ejemplificados aquí en dos que mantienen viva la presencia de los hombres que recibe. Una toalla sobre la colcha de su cama, preparada para la llegada de estos y la sopera donde introduce los billetes que le dan por sus servicios. Unos objetos cuya visión se nos muestra repetidamente a lo largo de la película, como presencias amenazantes.
Así las cosas, la película se sustenta en la interpretación de Delphine Seyrig (1932-1990). Omnipresente en cada plano, mantiene un tono y coherencia interpretativas, con un naturalismo llevado al detalle que renuncia a cualquier maniqueísmo, no actuando sino siendo. Desde la asepsia y la repetición, sus movimientos, sus gestos, sus rutinas, nos envuelven, nos mantienen pegados a una pantalla, como si fuéramos James Stewart en La ventana indiscreta (1954), pero no atraídos por lo que vemos, sino por el peso de lo que no se ve, buscando señales, indicios, detalles, que nos hagan entender lo que siente la protagonista, despojándola de cualquier acción fuera de lo normal. Akerman, a diferencia de Hitchcock, no pretende manipular al espectador, le muestra lo que hay, sin énfasis alguno, dejando que cada uno interprete.
La primera vez que vi a Seyrig, fue en una obra maestra incontestable de Alain Resnais, El año pasado en Marienbad (1961). Me pareció una presencia bellísima, con una interpretación sofisticada y enigmática. Una actriz capaz de dejar huella en un espectador, como hace también en esta película de Akerman eso sí, aquí a través de un contexto muy diferente, donde la opulencia palaciega se ha transmutado ahora en suburbio bruselense. Pero lo que es indudable, es que en ambos casos Seyrig impacta y transmite un misterio más allá de cualquier técnica actoral, Delphine Seyrig no es solo buena actriz, es mucho más, es especial.
Así, en mi opinión, nos encontramos ante un film muy interesante e influyente. Sobre una premisa a priori poco atractiva, Akerman construye una obra catedralicia casi muda, que se pega a la psique de un espectador, que cree haber convivido con esa mujer a la que ha seguido durante tres días por el ojo de la cerradura en que Akerman convierte tanto la pantalla como nuestra mirada, pero a la vez con la sensación de no haber llegado a conocerla. Akerman apenas nos muestra lo que parece el abismo interior de esa mujer, que pueden ser muchas mujeres. Una especie de presencia inalterada, que enlaza rutinas perfectamente engrasadas, que solo al final, en el último día, sufrirán leves contratiempos, síntoma o consecuencia de una ebullición interior del personaje, mostrados a través de leves descuidos o detalles inesperados, que contrastan con la burocrática sucesión de labores y rutinas y que desembocan en un final impactante y para mi inesperado, que obviamente no desvelaré.
Partiendo de premisas experimentales, de constantes como la quietud, el retrato cotidiano, la contemplación, el hogar, Akerman pretende universalizar lo que la radicalidad había arrinconado en estrechos guetos de cinefilia. Akerman supera al Warhol más revolucionario, pero inane y tramposo a la vez, de Sleep (1963) o Empire (1964) y da un paso más difícil y sofisticado, que convierte vanguardias e imposturas en verdades y naturalismo. La contemplación como arte, el misterio sin acción, el cine dando un paso más allá, concibiendo a un espectador dueño de sus emociones, no manipulándolas.
Para concluir, no rehuyo la premisa inicial: ¿nos encontramos ante la mejor película de la historia del cine? La respuesta a esto son muchas películas, ya que solo para cada uno de nosotros hay varias. Lo que sí sé, es que desde una concepción radical y transformadora de este arte y reconociendo que quizás no sería una película que recomendaría a la mayoría de las personas que me rodean, la reconozco como un hito rupturista y revolucionario. Una obra poco vista, que cualquier amante del cine debe transitar. Así que la respuesta sería: ¿y por qué no?
Te felicito por tan atinada aproximación a una película que efectivamente es un hito incontestable y radical, un milagro artístico e intelectual, que lleva el Cine a otro estadio.También la he analizado con emoción tiempo antes de su emcumbramiento en ‘Sight and sound’. Conicido, y voy un poco más allá, SÍ.Un cordial saludo.