El pase de Jeanette, la película que el director francés Bruno Dumont le dedicó a la infancia de la doncella de Orleans, que la prensa desplazada a Cannes vivió en la edición de 2018 de este festival fue un evento de tal magnitud que merece encabezar este texto. El acercamiento al género musical prometía crear disensiones entre los acreditados, pero la mirada desacralizadora de Dumont sobre la mayor heroína de la historia de Francia produjo un enfrentamiento sin antecedentes conocidos en la misma sala de proyección: algunos críticos protestaban airados, otros abandonaban la sala renegando sobre la vulgarización de los mitos, algunos más aplaudían con fervor y otros, finalmente, asistían extasiados a las imágenes del realizador francés.
Posteriormente, esta misma polémica se trasladó a las páginas web y a los diarios y revistas especializados. La aparente desidia de Dumont en cuanto a la construcción de los números musicales presentes a lo largo de todo el metraje, el diseño chanante de algunos de los personajes protagonistas o la puesta en escena de las visiones de Santa Juana (dotando a las mismas de un contexto irónico, según algunos) eran los argumentos que defendían aquellos que consideraban el filme un ultraje a la historia del país vecino. Por otra parte, sus defensores, sostenían que la humanización de la patrona de Francia suponía una actualización del mito a nuestros tiempos, una modernización necesaria, y que los excesos barrocos de Dumont no eran sino la traslación de un universo fílmico propio, ya presente en anteriores trabajos del autor como Ma Loute o P’tit Quinquin.
Vistos los antecedentes, había cierta expectación por conocer hacia que lado de la balanza iba a inclinarse Bruno Dumont con la continuación de la biografía fílmica de Juana. Una vez vista, debemos concluir que hacia ninguno de los dos: Jeanne es un nuevo giro de Dumont a su cine y, a la vez, un plantón a todos aquellos que habían prefijado su postura previamente al visionado de la misma. Cierto es que ya en la primera parte de la historia había cierta tendencia, en algunos tramos de la misma, al ascetismo narrativo, a una pureza en la presentación de los elementos de la puesta en escena que la desvestían de cualquier artilugio o artificiosidad, acercando su trabajo al de antecedentes fílmicos como Robert Bresson, pero también es cierto que el estruendo de los excesos “dumontianos” ensordecían ese tratamiento espiritual de la imagen, vestían su desnudez con aparatosos oropeles, confundían el discurso. En el repaso a la segunda parte de la vida de Juana de Arco, Dumont lleva esta pulcra austeridad a su extremo, algo que, en cierto sentido, resulta perfectamente adecuado, al ser el de la Santa de Orleans el ejemplo máximo de temperancia y sobriedad.
Mención aparte cabe hacer a cómo, sin hacer un discurso evidente, subrayado con un rotulador de trazo grueso, de la propia vida de su protagonista se obtiene un trasfondo de revelación feminista. Un subtexto que nace siempre del contraste entre la pureza y la ingenuidad del discurso de Juana y la doblez y mirada calculadora de los hombres que la rodean: desde aquellos que la abandonan o traicionan en su intento de tomar París, hasta los monjes borgoñones que asumen el papel de acusadores en su juicio y ejecución. Es en estos momentos de confrontación teórica y visual entre la candidez de Juana y la disertación sofista de sus torturadores, donde el filme de Dumont toma autentico vuelo, gracias al asombroso trabajo de su joven protagonista Lise Leplat Prudhomme y a la traslación de las actas judiciales del proceso de Rouen, adaptadas para la ocasión y testimonio histórico de cómo siempre la integridad sale triunfadora de su pugna contra el cinismo, por muchos años que puedan transcurrir para que dicha victoria se certifique.
Al final de la proyección, pudimos ver a varios compañeros llorando por el destino de Santa Juana de Francia. No sé si eran los mismos que el año pasado abandonaban la sala, pero me gusta creer que sí.