Un compromiso político evidente y la apropiación de imágenes, así como la sistemática recuperación y reinterpretación del pasado parecen los pilares básicos sobre los que Jean-Gabriel Périot sustenta sus numerosos trabajos en formato corto y sus tres largometrajes realizados hasta la fecha. En el caso de Lumières d’été (2016) también muestra un vínculo temático ya recurrente en su filmografía con el bombardeo de Hiroshima, cuya presencia se puede encontrar en 200000 fantômes (2007) o We Are Become Death (2014). En esta ocasión el punto de partida es el regreso a Japón de un director de documentales para la televisión francesa, que está grabando los testimonios de los supervivientes de la bomba atómica con motivo de su setenta aniversario.
Muy afectado por el testimonio de una mujer mayor, Akihiro decide salir a pasear por la ciudad y se encuentra con una joven cuya energía, simpatía y vitalidad le arrastran a compartir las siguientes horas con ella, mientras le explica anécdotas y sus recuerdos relacionados con el pasado de la estructura urbana, la geografía y las gentes del lugar. Este planteamiento —que podría evocar al del influyente estilo de Éric Rohmer, con la conversación y el diálogo como punto de interés casi absoluto a través de la cámara en mano— deja a sus personajes lejos de ser simples vehículos para la elaboración de un discurso moral o amoroso. Sus intercambios abordan el pasado para conectarlo con el presente, explican la realidad de la ciudad desde la mirada retrospectiva y unos hechos desconocidos, distantes y olvidados. Y también construye una conexión espiritual entre ambos que define la idea central de la obra.
El 6 de agosto de 1945 el bombardero estadounidense Enola Gay dejó caer una bomba atómica de 15 kilotones sobre la ciudad de Hiroshima. Doce kilómetros cuadrados fueron arrasados por la explosión y la mayor parte de sus edificios destruidos. Un tercio de sus ciudadanos —se calcula que alrededor de ochenta mil— murieron por sus efectos inmediatos o abrasados por la tormenta de fuego generada por ella. Otros tantos resultaron heridos. Los supervivientes tuvieron que hacer frente después a los efectos letales de la radiación y en la zona los casos de cáncer y los defectos de nacimiento se multiplicaron como un fenómeno endémico. Un horror de esa dimensión es imposible de comprender a escala humana si no se vive o se observa de primera mano en el momento. Ni siquiera el testimonio de quienes lo recuerdan permite hacerse una idea de la terrorífica experiencia que supone. El cine se introduce como elemento catalizador que mediatiza la creación de la memoria colectiva. Un poderoso instrumento que reconoce Périot a través de su protagonista y su trabajo. Pero no lo deja como mero dispositivo metanarrativo. El valor de la memoria histórica y su proceso de restablecimiento se examina a través del desgarrador y conmovedor testimonio inicial, que transforma a quien lo recibe —al protagonista y a nosotros mismos como espectadores a la vez—.
El Día de los Ancestros japonés (Obon) aparece reforzando la ambigüedad inicial de la presencia irreal y anacrónica de Michiko —de naturaleza espectral— con sus expresiones y ropajes salidos de otra época. Y con la tradición, sus ritos y celebraciones, como ejemplo de mecanismo de transmisión de una sabiduría perdida con el paso del tiempo que permite apreciar cierto sentido de pertenencia e identidad a través del reconocimiento de nuestra genealogía. La vida de la actualidad parece fusionarse con la historia que emerge en cada conversación, rincón e individuo que se encuentran. La efervescencia y cotidianidad del ahora se intensifica con la aproximación a la muerte y la conmemoración del dolor compartido. Lumières d’été encuentra así en la transformación introspectiva las poderosas resonancias de su tratamiento del recuerdo para conectar no sólo con los demás sino también con nosotros mismos.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.