Uno de los aspectos más interesantes de Un ángel en mi mesa es su voluntad de ser un biopic sin entrar en los clichés formales, más hollywoodienses que otra cosa (todo hay que decirlo), propios del género. O por decirlo de otra forma, Jane Campion filma lo que podría ser un drama perfectamente insertado dentro de lo ficcional en una historia que se enmarca dentro de lo real.
Puede parecer algo paradójico, pero de alguna manera, este enfoque hace sentir que lo narrado es más real que la habitual profusión de fuegos fatuos y ‹greatest hits› vitales que adornan este tipo de producciones. Y es que, aunque la extensa duración de su metraje pueda hacer pensar en un catálogo de momentos clave precedidos de eternos valle y sobreescritura de personajes, Campion exprime cada minuto para hacer una descripción, si se quiere contra natura, donde cobra especial importancia el detalle, el contexto y una investigación casi psiquiátrica de la escritora neozelandesa Janet Frame.
Un periplo que arranca desde la infancia y donde tiene especial importancia su desarrollo a través de la vivencia familiar, la precariedad y los dramas que la asolan. Pequeñas micro-narraciones dentro de la trama global que pueden ir desde un castigo en la escuela hasta la muerte de una hermana. Algo que puede parecer falto de balance al tener un peso equivalente en imágenes, pero que funcionan a la hora de comprender el desarrollo futuro de la protagonista. Y es que, lejos de recrearse en el drama, Campion hace del fuera de campo su arma reactiva. Más que recrearse en lo externo, lo que vemos es un catálogo de causa-efecto, y es así como a través de lo cotidiano se construye una personalidad compleja.
Un método este que se lleva hasta las últimas consecuencias en todos los aspectos del film. Ya no solo en lo dramático, sino incluso en los éxitos literarios o en las complejas relaciones sentimentales con los hombres. Todo parece escapar del control de la protagonista, a la que sentimos como manejada por fuerzas invisibles, con un halo de extrañeza ambiental que nos transporta casi al género del realismo mágico.
Ello no está reñido, sin embargo, con dos aspectos que Campion maneja perfectamente. Por un lado el rigor al respecto de todo lo que se cuenta acerca de la protagonista (no tanto, eso sí, con el periplo europeo de la protagonista, esencialmente su estancia en España que es bastante de vergüenza ajena), y por otro el cariño que muestra hacia ella sin perder un ápice de distancia que pudiera derivar en una conmiseración patética y una fractura tonal en ella cinta.
Con todo ello, Un ángel en mi mesa resulta una película muy sólida, bien estructurada y que rehúye voluntariamente cualquier deriva hacia lo edulcorado o hacia la porno-miseria más destripada. En este sentido, a pesar de lo que su larga duración parece indicar, estamos ante un film que se sigue con un interés que nunca decae y que, curiosamente, sabe hablarnos de los problemas del desequilibrio mental a través de un ejercicio perfectamente balanceado, racional y al mismo tiempo repleto de corazón.