James White es la crónica de un dolor, de una ira, de una confusión. Ruido y furia mezclados con la desorientación propia de alguien que busca su camino y no lo encuentra. Que necesita encontrar la paz, el equilibrio y al mismo tiempo desatar la furia interna que le generan las vicisitudes de su vida. Ejemplar es, en este sentido por el tono, por la capacidad de concentrar todo este estado de ánimo en un solo plano, la primera escena de la película. Alcohol, luces de discoteca, música potente, embriaguez y al mismo tiempo la necesidad de aislarse en una burbuja de paz representada por los auriculares puestos con música clásica.
A la salida de la discoteca uno espera nocturnidad y en cambio James White aparece a plena luz del día. Esta introducción en la película permite de forma muy concreta desarrollar y presentar al mismo tiempo el conflicto interno en el que vive el personaje. Una vida caótica acrecentada por una situación familiar complicada: una madre con una enfermedad terminal a la que cuidar.
Desde este punto de partida Josh Mond, director del film, ofrece un seguimiento de su protagonista. Un acercamiento casi obsesivo, continuo, cercano. Casi un estudio completo de la personalidad de su protagonista basado en el primer plano, en el retrato de minucioso del gesto, la expresión facial. Empeñado en captar todo el dolor y contradicciones que siente White.
Todo ello inmerso en una narración fragmentada, de tiempos lineales pero con elipsis cronológicas y situacionales importantes pero siempre con un punto importante en común: el vestuario de White. Algo que puede parecer baladí, pero que sin embargo marca de alguna manera la incapacidad de evolucionar emocionalmente del protagonista.
Porque James White versa sobre la incapacidad y el dolor, pero fundamentalmente sobre los miedos íntimos. Miedo a crecer, miedo a afrontar las realidades adultas como el trabajo o el compromiso, miedo a perder la figura maternal (sobreprotectora). En definitiva un tratado, no exento de farragosidad y de cierta iteración, sobre el tradicional síndrome de Peter Pan versión 2.0.
Quizás sea este y no otro el principal problema de James White, la sensación de conocerse la historia de arriba abajo, lo que no es óbice para destacar la capacidad de generar toda una gama de sentimientos contradictorios hacia sus personajes gracias al trabajo de cámara y de dirección de actores. Sí, y eso es lo más destacable, la película consigue trascender su ámbito formal y transmitir y por tanto generar empatía con los problemas y contradicciones de sus personajes (no solo el de su protagonista).
Una película pues que funciona a ráfagas, sobre todo en su tramo inicial, en cuanto al posicionamiento formal de la misma pero que, por lo que respecta a su desarrollo completo no consigue aportar nada esencialmente nuevo, cayendo a veces en el tópico más manido. Eso sí, se aprecia sin duda la sinceridad de lo contado y la huida de todo aquello que suponga la explotación del drama per se. Sí, James White no es ni mucho menos redonda, pero desde luego respira autenticidad por todos sus poros.