Con la esperadísima Guardianes de la galaxia por fin en la cartelera, el debate (quizás sólo abierto en mi cabeza) sobre la integridad autoral de su director, James Gunn, parece presto a resolverse. Servidor, que aún no ha disfrutado del último blockbuster “marvelita”, confía en la capacidad de Gunn para infiltrarse dentro del sistema e infectar el prosaico universo del cine de superhéroes contemporáneo (tan poco dado a la asunción de riesgos) con su extraña y mutante sensibilidad. Al fin y al cabo, ¿no hizo ya lo mismo con la subversiva y demoledora Super, ese film indie de héroes enmascarados que camuflaba sus cargas de profundidad con generosas dosis de humor salvaje? La cinta, lejos de la broma intrascendente que fue Kick-Ass, realmente planteaba un discurso incómodo y nada complaciente (con un falso ‹happy end› lleno de lucidez) en torno a la violencia, la justicia, la aceptación del yo y la naturaleza elusiva de la felicidad. Fue, también, la obra que definitivamente marcó un punto de inflexión dentro de la carrera de Gunn, confirmando que, tras esa fachada de juerguista enamorado de la serie B (y Z), había realmente un autor inteligente capaz de utilizar su amplia sabiduría pop (demostrada no sólo dentro de la factoría Troma, sino también en los guiones rarísimos que escribió para las dos partes de Scooby-Doo) para la confección de un discurso propio lleno de matices y recovecos intrigantes. El cameo que, al parecer, realiza Lloyd Kaufman en Guardianes de la Galaxia, también marca los logros de una trayectoria que ha alcanzado ahora su punto más alto y desconcertante, llevándole de los atentados al buen gusto que forjaron su carácter de cineasta libertario en sus inicios, a la cima de las taquillas con una película de presupuesto multimillonario.
A la espera, pues, de comprobar el margen de libertad del que ha gozado para trasladar a la gran pantalla a estos (ya de por sí extraños) superhéroes de Marvel, no está de más echar la vista atrás y disfrutar viendo qué pasaba por la cabeza de nuestro hombre cuando, hace casi veinte años, el padre de Troma, el citado Lloyd Kaufman, le ofreció la posibilidad de estrenarse tras las cámaras escribiendo y codirigiendo junto a él una de las cintas más logradas de la productora, Tromeo y Julieta, suerte de escupitajo punk (aunque, en el fondo, cariñoso) en la cara del Bardo de Avon a través de la deformación grotesca del célebre y fatalista romance que escribiera hace aproximadamente cuatro centurias. Obviamente, no puede esperarse la pulcritud formal e incluso narrativa que sí estaría presente en su siguiente film (Slither, nuevamente un desprejuiciado homenaje pop al cine de serie B), no ya por tratarse de su primera película (que también), sino por inscribirse dentro del corpus de una factoría de puro cine de derribo que hace de la anarquía y la fealdad dos de sus características más reconocibles. Sí es mérito de Gunn, no obstante, encauzar toda esta energía incendiaria a través de un guión fluido pese a los continuos exabruptos (en forma de chistes demenciales y chorradas mastodónticas) que lo jalonan. Si Luhrman recurrió al kitsch exacerbado para encontrar el espíritu de Shakespeare, Gunn prefiere traicionarlo echando mano de una artillería de gags enfermos disparada a discreción contra la cabeza de un espectador predispuesto a aceptar semejante disparate (Troma siempre ha ido dirigida a una selecta minoría de degustadores de cine cafre).
El resultado es una obra paródica que alcanza la singularidad a través de la extrañeza ofensiva de su humor, un humor en el que conviven ítems tan incorrectos como la violencia de género, la pederastia, la escatología y el incesto (ese delicioso epílogo), todo aliñado con gore pesetero y desmadrado y unas pequeñas e inevitables dosis de erotismo. El cóctel, tan exagerado y agresivo como suena, no siempre resulta efectivo: también hay, por desgracia, muchos gags que se quedan a medio camino o que resultan directamente inefectivos. Lo que prevalece, en cualquier caso, es el brío y el aliento libertario de un cine que, como el del primer John Waters (salvando las distancias correspondientes, el autor de Pecker jugaba en una liga bastante superior), nace al margen del sistema y con el fin de chotearse de ese otro cine burgués esencialmente encorsetado. En Tromeo y Julieta —desvergonzada y libérrima celebración de la chorrada y la provocación gratuita—, la poética de Gunn se fusiona con la de Kaufman en un ejercicio de cine ‹trash› (lleno de autoguiños) que, ocasionalmente, deja perlas de negro humor absurdo bastante perturbadoras (los niños jugando con la cabeza de un decapitado o los sueños de Julieta, donde se mezclan penes mutantes y ratas saliendo del vientre de una embarazada). Es, en definitiva, el debut de alguien perfectamente tronado que, eso sí, aún andaba a la búsqueda de esa sutileza discursiva que derivaría en subversión en sus siguientes trabajos. ¿Habrá alcanzado dicha subversión —o al menos parte de la anómala sensibilidad del cineasta— también a la ‹space opera› de los Guardianes de la Galaxia? Habrá que acercarse a las salas para comprobarlo.