James Franco es, en varios sentidos, una de las personalidades más intrigantes y seductoras del cine americano contemporáneo. No sólo ha encadenado, como actor, proyectos de lo más dispares (salta de lo comercial a lo minoritario con idéntica facilidad, a veces se diría que únicamente con la mente puesta en ese sustancioso cheque que le permita levantar proyectos propios poco atractivos para la industria), sino que se ha ido fraguando, desde hace aproximadamente una década, una atractiva y a contracorriente trayectoria como director. A diferencia de algunos actores de éxito de Hollywood que deciden, puntualmente, probar suerte en la dirección con algo asequible que no pueda írseles demasiado de las manos, Franco prefiere trabajar sin red de seguridad, ya sea llevando a la pantalla textos mayores de Steinbeck y Faulkner, firmando biopics poco comerciales sobre Bukowski o Hart Crane, o adentrándose en el terreno del documental para alimentar su innegable cinefilia (Interior. Leather. Bar, My Own Private River). Podremos discutir si tiene o no talento para afrontar todas estas empresas, pero no su voraz hambre creadora ni lo singular de sus obsesiones, que ponen en evidencia no únicamente su amor por la literatura, sino, también, una voluntad muy firme por hacer exactamente lo que le da la real gana. Por ejemplo, una cinta sobre el rodaje de la que para muchos es la peor película de la historia, como ocurre con la celebrada The Disaster Artist.
Good Time Max, su tercer largometraje pero el primero en conseguir cierta repercusión crítica, parece en principio la típica película indie que uno esperaría de un joven actor que quiere dar el salto a la dirección, pero adquiere un interés adicional gracias a la carga emocional y personal que se adivina en todo aquello que nos cuenta. Así, la forma y el espíritu de esta ficción, por mucho que remitan al manoseado modelo de cine que suele exhibirse en Sundance, logran perfilar un interesante retrato de un genio asediado por el vacío y el peso de la monotonía de la vida cotidiana. Reflexión ácida y finalmente amarga sobre las sombras del éxito profesional y el hastío existencial que subyace en el publicitado y deseable sueño americano (trabajo, familia, vida ordenada), Franco parece poner mucho de sí mismo y de su pasado familiar en el inestable protagonista y en la turbulenta relación de amor-odio que mantiene con su hermano, ambos mentes destacadas cuya inteligencia, no obstante, no les permite salvaguardarlos del riesgo de esos paraísos artificiales en forma de drogas y fármacos a los que terminan sucumbiendo para hacer más soportable una realidad que debería ser tan dulce e idílica como nos han vendido toda nuestra vida, pero que se revela opresiva, difícil y paradójica como lo es siempre toda existencia.
Franco pone en imágenes todo esto con un estilo afilado y veloz, de montaje dinámico y abundante en primeros planos, cuyo ánimo decadente captura con luminosidad la fotografía de David Klein, director de foto habitual de Kevin Smith. La causticidad con la que describe ambientes y situaciones no está exenta de autenticidad, algo que repercute a veces cómicamente en la narración (el retrato de los compañeros de trabajo) y otras dramáticamente (la notable ausencia de sensiblería, pero no de emoción, que baña las relaciones del protagonista con sus padres y con su hermano). Su narrativa ágil, de apariencia formal descuidada pero ritmo percutiente e incisivo, se encuentra entre los mayores atractivos de una película que, sin embargo, quizás acabe quedándose algo corta en fondo y ambición. No obstante, la desazón que se va infiltrando progresivamente en el relato, así como la fragilidad que mueve a sus desnortadas criaturas y la cercanía de la interpretación de un James Franco que parece vivir ese papel, más que interpretarlo, consiguen hacer destacar esta pequeña y modesta producción de entre el grueso de películas de corte indie que suelen llegarnos habitualmente.