Después de ganar, sorpresivamente para muchos, el Goya a la mejor película con La soledad, Jaime Rosales estrenó la suicida Tiro en la cabeza, ficción sobre el terror de ETA rodada con teleobjetivo y una completa ausencia de diálogos. Sirva este apunte para corroborar dos cosas: una, el compromiso de su autor consigo mismo; si lo fácil hubiera sido plegarse a los cantos de sirena de la industria y aprovechar la notoriedad adquirida tras su éxito en los Goya para intentar llegar a un público más amplio con una película de corte más convencional (huelga decir que La soledad, con su uso de la pantalla partida, tampoco era plato para todos los gustos), Rosales prefiere subir la apuesta del riesgo aun a costa de dejarse al público por el camino. Así llegamos al punto dos, conectado inevitablemente con el primero, esto es, la certeza de que su director entiende el cine como investigación sobre la imagen y como vehículo o instrumento con el que indagar en todo lo concerniente a la experiencia humana, hasta el punto de que, a fecha de hoy, no hay película suya, alcance mayores o menores niveles de osadía formal o narrativa, que no se siente completamente libre e insobornable.
Sueño y silencio no es una excepción. De nuevo, su tempo contemplativo y su uso del blanco y negro parecen orientarla de entrada a un público muy reducido. Lo interesante es cómo Rosales contrapone su construcción en base a planos fijos sostenidos (el movimiento surge sólo de forma puntual: en dos ‹travellings› tan leves y trascendentales como los que filmaba Tarkovsky, en un plano de seguimiento que casi acaba con una ruptura de la cuarta pared, en un hermoso plano secuencia en el que se registra la vida en ebullición en un parque…) con una apuesta por la improvisación en los diálogos, lo que hace de las interpretaciones arrebatos de un naturalismo extremo, casi documental, atrapado en el riguroso andamiaje formal diseñado por su director. El resultado, en su mayor parte, es fascinante, incluso cuando varios de sus gestos creativos se adivinen un tanto caprichosos (¿qué nos quiere sugerir el viraje al color en aquel plano aislado del abuelo?). Si la obra exige paciencia, mantener una mirada atenta e inquisitiva nos recompensa con su atrevimiento y con ese soplo de misterio que parece animarla ya desde su prólogo y epílogo, en el que Miquel Barceló crea sobre lo creado, sugiriendo que lo que vemos esconde siempre algo y que ese algo está en constante evolución.
La trama parte de un accidente que rompe la normalidad de una familia. A partir de ahí Rosales asume riesgos con notable fortuna, primero observando cómo la ausencia forzada del ser querido afecta a sus personajes principales, desde la desolación de la madre a la desconcertante pasividad del padre. Segundo, introduciendo, con naturalidad, lo sobrenatural en el relato. Si Sueño y silencio nace con la intención de sondear las interioridades de una pareja azotada por la tragedia, adquiere realmente relevancia cuando deja que lo milagroso, lo imposible, sea tan creíble (y tan hermoso en su simplicidad) como ver a unos niños jugando al aire libre. Que la vida, y la película, discurran con naturalidad después de la escena de la conversación en el parque entre madre e hija, ahogando de forma tan sencilla el infierno de la pérdida en la emoción de algo tan sencillo, puede demostrar también que Rosales es ante todo un humanista, alguien que cree en la belleza y en la posibilidad de seguir adelante incluso cuando todo lo que nos importa parece desmoronarse a nuestro alrededor. Por ello, aun con sus imperfecciones, Sueño y silencio es una película extraña y apasionante, espiritual y terrenal, triste y sin embargo esperanzadora, y en la que, pese a su artificio formal y su afán de exploración (estética, psicológica, incluso filosófica), prevalece siempre una profunda sensación de verdad.
