«Todo intento de eliminar el duelo solo lo irrita aún más. Debes esperar hasta que es digerido y luego la diversión disipará sus restos.»
Samuel Johnson
Si se observa superficialmente el primer largometraje del animador francés Jérémy Clapin, J’ai perdu mon corps, quizá podría deducirse su falta de conexión con la que ha sido, hasta ahora, su obra más destacada, el (magnífico) cortometraje Skhizein. En efecto, en un primer vistazo, ambas obras parecen objetos bien diferenciados: el corto presenta, desde un punto de vista existencialista, el drama de un hombre separado 81 centímetros de su cuerpo tras el impacto de un (hipotético) meteorito. El largometraje, recién presentado en la prestigiosa Semana de la Crítica del Festival de Cannes, es muchas más cosas: un filme de aventuras urbanas que protagoniza una mano en busca de su dueño, una historia de amor juvenil con aromas al cine de Makoto Shinkai y una especie de manual de ayuda sobre como superar la pérdida. Como decíamos, dos mundos aparentemente sin conexión entre ambos.
Sin embargo, una lectura más profunda de los “qué” y los “cómo” sí puede establecer algún puente entre los dos trabajos, convirtiendo a Clapin en un autor con un discurso personal nítido más que en un adaptable artesano, moldeado por proyectos ajenos. En efecto, ya cierta premisa argumental puede ser muestra de la inquietud como creador del animador francés: en ambas películas se muestra un alejamiento del ser como ente completo, una alienación entre cuerpo y psique originada por un trauma (en Skhizein el impacto del meteorito, en el largo… no lo desvelaremos). También se puede decir que, en ninguno de los dos casos, ambos traumas sean consecuencia de la mera casualidad: en el primero, la propia soledad del protagonista del largometraje, su sugerida incomodidad social, crean, en cierto sentido, el cuerpo astronónomico destinado a impactar con el edificio en el que vive su monótona existencia. En el segundo, la carga del pasado de su protagonista, su vida lejos de su país de origen, su mismas vivencias familiares crean las condiciones para que el extrañamiento corporal suceda de forma inevitable.
Se podría decir, por lo tanto, que existe, en el cine de Clapin, una especie de causalidad entre la situación vital de sus protagonistas y los eventos que tienen lugar y marcan su vida. Un fatum griego, adaptado a nuestros tiempos, contra el que sus personajes se rebelan (como corresponde a cualquier héroe trágico) o sucumben, dependiendo de su capacidad de su propia lucha y de la sonrisa de la Diosa Fortuna. Este impacto, que el director parisino expone poéticamente, no es más que el que cualquiera de ustedes puede haber sentido ante la pérdida de un familiar, el fracaso de una relación sentimental o una decepción laboral cualquiera. Esta forma de acercarse al sentimiento universal desde el conocimiento íntimo de la personalidad de sus retratados, convierte a Clapin en ese autor, en el sentido clásico del término, al que debemos definir como tal.
Dentro de un Festival de Cannes con un predominio fundamental del cine de denuncia social más o menos viejuno (Sorry We Missed You), de los manifiestos (hechos por burgueses) con llamados a la acción política del proletariado (Bacurau) o de las postales folclóricas para turistas despistados (Atlantique), el cine intimista y sensible de Jérémy Clapin supone casi un hecho revolucionario, una forma de reencontrarse (donde se supone que debemos hacerlo) con el auténtico sentido de la narración cinematográfica: revelar lo que no es evidente a través de lo que una imagen, una historia, una voz, una música nos cuentan. Por muchos años.