El globo blanco fue la obra con la que Jafar Panahi debutó en la dirección de largometrajes en un ya lejano 1995. Con guion firmado por Abbas Kiarostami, con quien Jafar había colaborado un año antes como asistente de dirección en la referencial A través de los olivos, la cinta amanecía como un compendio de las obsesiones y virtudes del séptimo arte de uno de esos referentes del cine mundial contemporáneo. Quizás en esta ópera prima aún se observan algunas bondades más propias de Kiarostami que de Panahi, pues en cierto sentido nos encontramos con una pieza de hiperrealismo iraní tan del gusto de ese cuentacuentos morales capaz de radiografiar desde las entrañas la cultura y filosofía persa de la gente sencilla y discreta que recorría los pasadizos presentes en la férrea administración de los Ayatolás.
En cierto sentido, El globo blanco continúa pues la senda marcada por obras como El viajero o ¿Dónde está la casa de mi amigo? Películas protagonizadas por niños que aprovechaban por tanto la oportunidad que se presentaba de explorar los misterios y miserias del mundo adulto a través de la inocencia infantil, un recurso que Kiarostami y posteriormente su alumno Panahi amoldaron a su peculiar forma de concebir la realización de películas, mezclando con mucho mimo realidad documental con ficción próxima al neorrealismo de fábrica italiano, cuestionándose los márgenes que delimitaban la estrecha frontera que acota la irrealidad cinematográfica de la verdad cotidiana.
¿Qué es lo que más recuerdo de El globo blanco, cinta que tuve la suerte de descubrir hace ya más de veinte años y que me cautivó de forma instantánea nada más finalizar su visionado? Sin duda su puesta en escena cuidada al más mínimo detalle. Panahi demostró que no era un recién llegado y que conocía como un veterano maestro gremial todos los secretos de ese lenguaje cinematográfico que dialoga naturalmente con el espectador mediante esos encuadres repletos de enigmas que hay que saber descifrar. ¿Y cómo logró este hecho? Situando la cámara a la altura de los ojos de la pequeña y simpática protagonista de la historia, una niña de 8 años llamada Razieh maravillosamente interpretada por la musa de las primeras cintas de Panahi, la adorable Aida Mohammadkhani quien con mucho desparpajo y encanto supo llevar sobre sus hombros todo el peso de la responsabilidad que le otorgó Panahi a su temprana edad.
Panahi nos introduce en la mente y mirada de Razieh, transmutándonos en ella misma gracias al hipnótico recurso de acompañar cámara en mano y casi de rodillas el angustioso martirio que la inocente niña recorrerá a lo largo de la jornada descrita en la hora y media que dura el metraje del film. Así, cuando la cámara viaja a la altura de la estatura de la pequeña Mohammadkni la historia transcurre por cauces tranquilos y sosegados, pero cuando la mirada de Aida se alza hacia las alturas, en dirección a los ojos de esos gigantes que recorren las escarpadas y estrechas calles de la ciudad, quienes tratarán de engañar y engatusar a nuestra chiquilla con el fin de aprovecharse de su inocencia, entonces la atmósfera discreta que empapa el envoltorio del film torcerá su recorrido hacia terrenos prendidos de amenaza y terror, logro alcanzado con tan solo pequeños trucos de montaje y enfoque y sin ningún tipo de efecto especial artificioso. Así, el autor de El círculo rodó casi en tiempo real una odisea que asusta gracias a esa esencia de lo cotidiano absorbida por su enfoque privilegiado. Puesto que lo que más me cautivó de esta película es que parece un documental más que una ficción. Pues no hallamos trampa ni cartón, tampoco ningún tipo de maquillaje en el itinerario protagonizado por esa heroína de apenas dos palmos de estatura que se pondrá frente a una multitud de desgracias y vicisitudes sin miedo, que nos resultan cercanas y familiares.
La trama nos sitúa en la víspera del año nuevo persa, en la capital Teherán (aún trazada por rasgos arcaicos exentos de la modernidad que se atisba en las películas iraníes más contemporáneas), adentrándonos en el hogar familiar de la pequeña Razieh, una niña de 8 años que recorrerá junto a su madre un mercadillo que vende todo tipo de productos típicos de la fecha que va a acontecer. De repente Razieh vislumbrará un pez dorado, símbolo de buena ventura de año nuevo, quedando prendada del color y movimientos del simpático animal. Así, la pequeña Razieh insistirá a su madre para que adquiera el bonito pez para celebrar el año nuevo, pero su progenitora que anda escasa de dinero, indicará a su hija que no puede permitirse el lujo de comprar un pez tan caro, sino que en su lugar cogerá uno de los peces que nadan en un pequeño estanque público sito frente a su casa.
Una vez en casa aparecerá el hermano de Razieh, Ali, quien será amonestado por el cabeza de familia por no haber cumplido bien su cometido de comprar el champú que le había encargado (personaje que será invisible a los ojos del espectador, pero que introducirá un aire repleto de horror y espanto aún no sintiendo su presencia carnal sino tan solo su voz quebrada y amenazante). Se siente por consiguiente por la puesta en escena de Panahi que el padre es un ser dictatorial y religioso que atenaza cualquier símbolo de libertad hogareña. Fastidiados por la reprimenda, Ali y Razieh unirán sus fuerzas para convencer a su madre de comprar el pez dorado que la pequeña había visto en la tienda del mercadillo y por fin ambos niños convencerán a su madre para que les dé el dinero necesario para comprar el pez.
Pero las cosas no serán tan fáciles como parecen. Pues Razieh perderá el dinero en el camino de su casa a la tienda, en primer lugar al ser engatusada por un encantador de serpientes con más veneno que su desdentada compañera, y posteriormente al hacer caer el dinero por una alcantarilla sin que ningún alma caritativa preste la ayuda necesaria para recuperar el bien. Hasta que un desamparado vendedor de globos acudirá al auxilio de los desesperados niños que gracias a la ayuda de un globo blanco e inmaculado de pecado socorrerá a dos mártires inocentes que han sido presas de la envidia, desgracia e infortunio que sanciona a una sociedad iraní supersticiosa castigada por la escasez tanto económica como de libertad.
A partir de esta sencilla fábula de tintes homéricos, Panahi fotografiará la sordidez presente en su país. Una nación incapaz de prestar ayuda a los más desamparados, unas calles cargadas de machismo al que únicamente hará frente una deslenguada niña aún carente de prejuicios y miedos que tan solo anhela ser feliz consiguiendo su modesto propósito de comprar un pez, a la que por tanto no la asustan las prohibiciones familiares ni administrativas, acercándose al peligro de forma osada, encarando la vida de frente y con esa valentía presente en seres rebeldes y sin prejuicios que saben contestar y defender sus derechos frente a esas almas aniquiladoras de todo atisbo de libertad. Los niños volverán a ser héroes silenciosos, tan presentes en el cine de Panahi, pues en una sociedad adulta apresada por el pánico a transgredir lo establecido desde las esferas religiosas, tan solo los niños serán quienes cuestionen las cadenas impuestas a sus mayores.
El globo blanco se eleva como uno de esos milagros minimalistas que el cine iraní creó en los años noventa. Una película de bajo presupuesto pero de enormes resultados morales y filosóficos. Resulta imposible no sentirse prendado de la gran Aida Mohammadkhani, pues ella es la película y la razón de la grandeza de esta historia mínima. Su lucha contra lo establecido, sus quejas ante el desamparo, su descubrimiento de un ambiente tan aterrador como amenazador sin afectar ni un palmo su inmaculado rostro infantil es sin duda inolvidable para quien escribe, ya que pasados más de veinte años del visionado del film, aún permanecen en mi mente y corazón los efectos de la mirada de nuestra protagonista: entre la emoción y la simpatía, la risa y el llanto, la angustia y la esperanza. Recuerdo que lo pasé muy mal durante todo el trayecto del film, debido a la detallada descripción de la indefensión de un alma cándida y limpia llevada a cabo por Panahi, algo que el maestro plasmó con mucha destreza desde la más absoluta naturalidad. Y es que con una perspectiva puramente dramática, la cinta contiene unas gotas de suspense e intriga capaces de sustentar cualquier propuesta de primer nivel de este tipo de género. Quizás el hecho de tratarse de un relato construido en tiempo real, casi sin elipsis ni cortes de montaje, impone cierta sensación de desasosiego y asfixia en el espectador, puesto que el calvario padecido por los niños protagonistas parece que no va a arribar a ningún buen puerto. La ciudad aparecerá como un lugar caótico e inhóspito morado por diablos y seres sin escrúpulos hasta que un pequeño milagro sucederá gracias a quien menos te lo esperas, merced a esos miserables a quien nadie presta atención, a esos marginados cuya escasez se convierte en virtud y bondad. A esos globos blancos castos e intactos de maldad y avaricia que representan la última esperanza del hombre virtuoso ausente de vicios terrenales.
Así, El globo blanco emerge como una obra maestra que sigue ostentando todo mi cariño, encendiendo la nostalgia que aún guardo en mi memoria ligado al descubrimiento de un cine que no hace tanto tiempo era difícil de degustar lejos de la infinidad que representa internet y de los estrenos desbordados de títulos imposibles de atender en sala comercial al que asistimos en nuestros días.
Todo modo de amor al cine.