Él esculpe un muro con barro, mientras ella se acerca, sonriente, a su casa. Un desencadenante les vuelve a unir años después: la muerte del padre de ella. Por las palabras de él y el gesto sonriente de ella, se deduce una relación más bien tortuosa con su progenitor, un momento esperado, una suerte de cumbre, de liberación. En efecto, ni él ni ella tienen nombre, están presos por sus sentimientos, por la corporeidad que desprenden al intentar deshacerse de ellos, aplacarlos, superar un duro camino como forma inevitable de encontrar el avance y seguir con sus vidas. Pronto descubrimos que los problemas familiares no eran sólo paternos, y más allá de momentos de flaqueza y debilidad, de un abrazo en busca de tranquilidad, de un esperado sosiego, ella debe lidiar también con las sensaciones descritas en el seno familiar mediante diálogos con su hermana. Diálogos que no son más que un modo de continuar representando un desasosiego y cierto desapego que deben ser refrendados. Es en ese marco donde la figura de él cobra importancia, aunque también tienen pasado: el de una noche lejana, donde esos sentimientos a los que alude constantemente Mes séances de lutte no se pudieron encontrar, mitigando así un dolor y una situación que se convertirá en asunto pendiente para ambos, tratando de emerger ante la marabunta de emociones que converge al darse tanto ese reencuentro como el fallecimiento del progenitor de ella. Y es ahí donde empiezan las “escenas de lucha” a las que alude el título, buscando dejar atrás una huella que permanecía imborrable y que ahora hay que intentar suprimir volcando lo sentimental a través de los brazos, de los cuerpos.
Si hay una palabra que defina Mes séances de lutte esa sería sin lugar a dudas fisicidad, una extraña elongación de lo emocional partiendo de un plano corporal, donde las extremidades no son otra cosa que una representación material de las emociones reprimidas y en cierto modo ocultas. Es así como ambos personajes entablan un diálogo representado por sus cuerpos, buscando paliar tanto los asuntos personales que quedaron pendientes en un pasado, como la (no) presencia de un ente familiar que busca ser vencida para, de una vez por todas, seguir los pasos que habían quedado a medio camino. Cada “sesión” donde se encuentran, y se someten a esa lucha, llega determinada por sensaciones inmediatamente anteriores, como el hecho de que ella vuelva en busca de él para retomar una relación que quedó en un punto demasiado indeterminado como para serlo, o la posibilidad de abandonar un estado mental de bloqueo tras aquellos recuerdos que vuelven no se sabe muy bien con qué cometido. Pero más allá de vencer ese estado, Doillon establece barreras, físicas o psicológicas, que los protagonistas van derribando hasta llegar a la esencia de un vínculo que se mantiene firme. Ella, desafía con su mirada y sus gestos el temple que sostiene él; impulsiva, encuentra en Sara Forestier un espejo repleto de furia, como si un volcán estuviese a punto de entrar en erupción, que sólo parece poder aplacar un James Thiérrée que comprende como ser el yin del yang, y así reconducir el torbellino que tiene ante sí.
Jacques Doillon nos acerca a sus personajes, y ese componente físico que en todo momento está presente en Mes séances de lutte se traslada a su cámara, siempre buscando a través de planos cortos un acercamiento que no se le resiste, y que además encuentra cerca de su conclusión —ese plano/contraplano entre Forestier y Thiérrée que sirve a modo de confesión— la respuesta perfecta. Como el amor, sus contrariedades y la imperfección que lo sostiene —como en esa situación pasada que ella intenta recomponer, para terminar diluyendo y superando en una de sus sesiones de lucha—, el cineasta francés expone las vicisitudes de una fisicidad que no supone nada por sí sola —como en esa alusión de ella al sexo por el sexo—, pero que sin embargo expele los demonios internos en forma de sentimientos por los que hay que pasar y dejar finalmente atrás. Un paso más en el que llevar el vacío a lo afectivo como forma de supervivencia, que es lo que nunca ha dejado de ser el amor.
Larga vida a la nueva carne.