La historia que cuenta Fabrice (Jonathan Zaccaï) sobre su padre a Thomas (Romain Duris), protagonista de De latir, mi corazón se ha parado (2001), podría ser una especie de metáfora sobre la variabilidad del cine de Jacques Audiard. Fabrice afirma que, durante los últimos años de vida del padre, entre ellos se produjo un intercambio de papeles, convirtiéndose el hijo en padre y el padre en hijo. Una inesperada alteración en el orden de las cosas que terminaría con la muerte del padre (ahora convertido en hijo), acompañada, un año después, del nacimiento del primer hijo de Fabrice. ¿Y si en la base de esta historia se encontrara un enfoque adecuado para acercarse al cine de Audiard?
El conflicto desemboca en muerte y, tras esta, por fin llega la paz. Sin embargo, para Audiard la paz es una imagen borrosa, un instante que parece evaporarse en el propio plano: es Fabrice abrazando a su hijo mientras el plano se funde en negro; es la imagen impregnada de blanco en los finales esperanzadores y confortables de De óxido y hueso (2012), Dheepan (2015) y Los hermanos Sister (2018); es la ralentización de ciertos momentos en Un profeta (2009); es una posibilidad remota filmada como el sueño inalcanzable de unos personajes. Porque el cine de Audiard es el de unos elementos contrapuestos en una realidad en constante tensión. Por ello, es un cine inestable, inconstante… variable. Capaz de alterar el estado natural de su propia esencia sin romper con su coherencia formal, manteniendo siempre un hilo conductor que redirige su propuesta cuando esta parece desvariar, cuando divaga fluidamente entre lo dinámico y lo contenido. Como si todo estuviera diseñado para colisionar en un punto de no retorno.
En ese sentido, nos encontramos con películas tan particulares como De latir, mi corazón se ha parado —una adaptación de Melodía para un asesinato (James Toback, 1978)— uno de los trabajos más interesantes de Audiard, donde Thomas, un agente inmobiliario con negocios sucios, decide reprender a los 28 años su carrera como pianista cuando se le ofrece la oportunidad de presentarse a una audición ante el antiguo representante de su madre fallecida, en un pasado, una pianista de éxito.
La oscuridad en las imágenes de los primeros minutos de metraje nos introduce de lleno en una realidad habitada por elementos totalmente contrapuestos. Aquella en la que los conflictos paternofiliales revertirán los roles de padres e hijos, donde la brutalidad del oficio de Thomas topará con su pasión por el piano y la ferocidad de la música tecno que escucha en sus cascos —y que nunca será oída por el espectador— sorprendentemente convivirá con la elegancia de las sonatas que interpreta en sus clases. La diligencia en la cámara de Audiard captura el conflicto entre la cólera y la delicadez de la realidad de Thomas, incrementando una angustiosa sensación de vértigo en todo momento. Las clases de piano a las que se apunta Thomas representan perfectamente esta idea. Miao Lin (Linh Dan Pham), una prestigiosa pianista china acabada de llegar a Francia, debe preparar al joven para la audición, pero ni ella sabe francés, ni él chino. Las clases se desarrollan, pues, entre frases inentendibles, gritos desesperados y, sobre todo, una gestualidad tan exquisita como firme.
En este caso, por lo tanto, el hilo conductor al que nos referíamos previamente es la música. Un vehículo que Audiard aprovecha para transitar entre estilos, pero también entre escenas, como puente entre la emoción de sus imágenes, presentando ideas de montaje tan brillantes como el corte de un primer plano de las manos de Thomas tocando una pieza al piano a otro primer plano de sus manos siguiendo el ritmo de la misma, pero en la barra de un bar y con música completamente distinta de fondo. Un corte de montaje que comprende la musicalidad de cada imagen y dota a la presencia física de unas manos de una fuerza unificadora entre dos mundos desemejantes.
Asimismo, también se contraponen la dejadez y el patetismo del padre de Thomas con la aparente solemnidad de su mujer. En una decisión apartada de los tics más problemáticos de Audiard, la madre de Thomas no aparece en ningún momento, ni siquiera a modo de flashback o visión, solo es escuchada en unas cintas antiguas, representada como una presencia inmaterial, un fantasma que perturba la vida de los dos personajes, especialmente la de Robert (el padre), interpretado por un Neils Arestrup descomunal. Finalmente, el destino fatal de este personaje supondrá la colisión definitiva, aquella a la que Audiard nos ha dirigido desde un inicio y desde la cual elaborará una de las sucesiones de planos más representativas de toda su obra.
El fracaso de Thomas en su audición es seguido del descubrimiento de la brutal muerte de su padre. La secuencia termina con un primer plano del rostro de Thomas que deja suficiente espacio en el lateral izquierdo para poder entrever una mancha de sangre borrosa en la pared. Un rótulo rojo en fondo negro indica que han pasado dos años y, seguidamente, se pasa a un plano general de Thomas sentado en un piano encima de un gran escenario y con unas enormes cortinas rojas a sus espaldas. Se entiende que, tras la muerte del padre, el hijo ha logrado su objetivo, ser concertista. Sin embargo, la colocación de la cámara muestra a las cortinas rojas dentro del cuadro como una carga sobre Thomas, como si la mancha de sangre en la pared del anterior plano hubiera aumentado con el paso del tiempo. De esta manera, el plano supondría una contundente representación del dolor que todavía le causa a Thomas la pérdida de su padre, sensación que le acompaña concierto tras concierto. No obstante, el siguiente plano, un reflejo invertido de Thomas en el piano, es un avance de lo que termina por confirmarse con la imagen que lo sucede: Thomas no es concertista, solo está preparando el piano para otra persona.
De nuevo, una variabilidad tan constante que resulta extenuante e inabarcable, y que obliga a plantearnos lo siguiente: ¿existe realmente la posibilidad de concordia en un cine tan marcado por el conflicto entre elementos dispares?