En los dos pases de prensa de Jackie a los que he ido, en ambos, se ha dado el caso de que algún fulano se ha reído justo en el momento en el que se afirma que «ya vendrán presidentes mejores en los próximos años». Estúpidos. Mientras siga habiendo individuos tan previsibles y de aura tan bochornosa como vosotros, que convertís la ironía efectiva en algo infértil con vuestro abuso, no vengáis alzando la voz con la idea de que la sala de cine debe ser como un santuario. Vosotros invertís lo sagrado, haciendo de la paulatina involución de este mundo un proceso cada vez más precipitado.
Jackie. Su pelo es la manifestación más clara y evidente de toda idea que subyace bajo sus imágenes. El ondulamiento fuerte y consistente cuyas puntas hacen frente a la gravedad emulando la ascensión del humo de un acontecimiento nuclear contrasta de manera magistral con el peinado débil y lacio de la ausencia de poder. En otras palabras, las variaciones de su cabello en las distintas líneas narrativas de la película se corresponden de forma directa con las escalas por las que pasa la protagonista y que van de la situación de primera Dama en la vanguardia de la posible destrucción del mundo a la fragilidad post patada en el culo ¡Fuera de La Casa Blanca, aquí ya no pintas nada! Entre medias, el aturdimiento. Y es precisamente eso lo que nos plantea Pablo Larraín: el trance de Jacqueline Kennedy. Un deambular por la casa; por el cementerio; por el límite de los delirios de grandeza, todo ello pisando torpemente por la frontera entre el atontamiento que se desprende de la incredulidad y los primeros llantos.
Natalie Portman llega para soportar esos primeros planos que buscan reflejar el desconsuelo. Ahí está su rostro, sobre el que nada se puede pronunciar sin resultar estúpido, empujando la conciencia del espectador hacia un nivel puramente inteligible tras hacerle entrever la existencia de un Dios Creador que no solo ha diseñado, sino que ha trabajado de primera mano sobre la materia, desarrollando unas facciones que se encuentran a caballo entre lo humano y lo divino. Pablo Larraín tan solo busca registrar las marcas producidas por la tensión que le produce el caminar por la senda de la muerte, sin estar viva ni muerta todavía. Tan solo deseando dejar de ser por un tiempo. Una sensación esta última que emana de la actriz de manera totalmente natural. Y es que tras haber alcanzado la perfección en Cisne negro, tras haber hecho temblar todas las categorías estéticas llevando la Filosofía a los límites de su cuerpo, solo cabe la caída. Tan solo vale ya autodestruirse si se mira atrás; transitar por un cauce en el que ya no eres más que sombra si decides seguir hacia adelante. Se le otorgó el primer camino en la ficción hace unos años; pero quizá el miedo la llevó a seguir los pasos del segundo, por mucho que Dior la acicale con perfumes y brillos. Yo injurié a los ateos, me da igual lo que ellos digan. Yo sé que ella existe. Que Israel es la Tierra prometida. Que demuestren ellos lo contrario.
El director chileno vierte su inteligencia, su disciplina y sus maneras en esta dramatización de la intimidad de la viuda con Jackie, dando como resultado un juego entre el dolor que ella deja para sí y el que decide mostrar a los demás. Es precisamente la parsimonia del voyeur a la que nos relega Larraín algo que contrasta con la idea de velocidad que se tiende a tener de aquellos años 60. Una década que hizo surgir a la fuerza en el imaginario colectivo una concepción del dinamismo, apoyada en el temor causado por el desarrollo armamentístico y las escaladas de tensión, que no tenía precedentes. Pero le chirría algo a esta representación, y culpo de ello a mis expectativas. Por lo que había leído, esperaba de Jackie el réquiem perfecto, el abatimiento más absoluto provocado por la pérdida. En otras palabras, ansiaba presenciar la exhibición del dolor y el grito más poderoso en respuesta a la muerte. La despedida más sublime. Pero no. A pesar de ciertas escenas geniales en el cementerio; de la música de Mica Levi; de Jacqueline quitándose las medias ensangrentadas; de unas discusiones teológicas que reafirman la ausencia de sentido y el golpe que esto supone desde la ineludible voluntad de vivir; así como también pese al alma de luto que manifiesta Natalie Portman de la que se habló más arriba, Larraín se queda en un lugar intermedio que apunta a la ceremonia pero al que todavía llega demasiada claridad.
Lo mejor de esto es que ese hueco sigue quedando libre.