El terror rural, en gallego, siempre gana. Es más, se podría acusar a Jacinto de ser precursora en esto del eco-terror gallego, por aquello de las arduas defensoras de lo vegano y ecologista que comen higadillos recién salidos de la matanza del cerdo. Si vamos a lo mollar, lo bueno de Jacinto es precisamente esa intención de disfrutar del entorno para crear el drama, el suspense, e incluso un castizo terror que aflora de modo súbito y atrevido.
Para ello lo da todo su protagonista, que no podía ser otro que Jacinto (el actor Pedro Brandariz, desaparecido a principios de año), un hombre que encierra a alguien anclado en algún punto de su memoria de infancia, que disfruta de su tiempo en mitad de la montaña, con la particularidad de coleccionar la chatarra del pasado (que en alguna megalópolis serían hitos de puro culto) y saberse de memoria toda película casposa de monstruos y terror. Experto en vampiros, para mayor exactitud.
Así, un tipo enorme ocupa nuestro tiempo en un pueblo acomodado en sus cosas y sus gentes, donde la hospitalidad gallega queda en entredicho ante la llegada de dos metaleras que van a vivir allí. Con esto Javi Camino puede despuntar hacia varios escenarios: lo rural, lo novedoso y lo enigmático. Lo mejor: que todo junto es la mar de divertido.
Explorar no sin cierta sorna un conflicto cultural siempre puede dar buenos resultados. Aquí no son necesarios ‹rednecks› con psicopatías graves, aquí tenemos a señoras con mandil y cuchillos oxidados para orientarnos hacia un “podría pasar” ante la llegada de sangre fresca a la zona. Es cierto, partimos de algo mil veces visto, pero Camino sabe llevárselo a su terreno, uno lleno de eucaliptos, para ir haciendo crecer la bola.
Además de esa ambientación lugareña, consigue meter cuchara en el mundo exterior con las dos jóvenes recién llegadas del extranjero. Una forma de criticar (también) las poses, las redes sociales y el falso auto-convencimiento de que lo contracultural es lo mejor. Sin duda un regalo la idea de meter a una alemana capaz de racionalizar toda situación, mientras la fertilidad gallega hierve en las mentes del resto de personajes, para complicarlo todo un poco más, que siempre es posible.
De paso están todas las “caralladas” que se dicen, se insinúan o se llevan a cabo para alimentar este pequeño caos vecinal. Pero nunca se acaba de perder el hilo principal, un Jacinto armado de tesoros, amigo de los cerdos, con sus gigantes máscaras y su inquina contra las apreciaciones satánicas que siempre condena el cura del pueblo. Pura ebullición que parece más fiel a su propio rigor y forma de pensar que el resto.
Jacinto es atrevida dentro de su universo. Ese impredecible caos que se genera con el roce de opiniones entre vecinos y los siempre ávidos intereses monetarios funciona como un reloj mientras se va alimentando de las pequeñas parcelas que genera cada personaje, todos dentro de su naturaleza asalvajada, algo que surge hasta del ser más urbanita de esta historia. No hay grandes alardes pero sí mucha inteligencia a la hora de explotar sus recursos, sin decaer por más que visite escenas por todos conocidas, ya que las reboza en ese folclore —y se me hace rara la expresión, ya que fácilmente podrían representar a los del pueblo que visitaba en la infancia, o a algún familiar— próximo y ciertamente auténtico —aunque también sea motivo de mofa eso de considerar “auténtico” el día a día de la gente en la propia película—. Supongo que ahí surge la magia del asunto: gallegos muy realistas, intrusas muy plastificadas y una constante amenaza vampírica que se ceba con el estado nervioso de cualquiera.
El terror también puede presentar simpatías y diversión, y Jacinto es una de esas pequeñas obras a las que aplaudirle su socarronería e imaginación, un grato encuentro con la jungla caníbal a pocos kilómetros de vuestra ciudad.