El inicio del periplo estival y, con ello, las vacaciones, tras comprobar cuál ha sido el resultado de las siempre fatigosas notas escolares, marca los primeros pasos de Paloma Sermon-Daï tras las cámaras con esta It’s Raining in the House (Il pleut dans la maison, 2023), cuyo título señala en cierta manera la particular situación que viven dos hermanos, Purdey, la mayor, y Makenzy, el menor, bajo el techo de la casa en la que conviven (?) con su madre. Y es que ese agua que se filtra a través de la ventana de la habitación de Purdey, impidiendo que pueda dormir los días lluviosos, describe con tino la relación que ambos guardan con su progenitora: la dejadez manifiesta —no haciendo el más mínimo gesto para intentar solucionar una situación tan aparentemente simple como la que importuna a su hija— contrasta con el carácter de Purdey, que es quien mayormente ejerce como figura materna de su hermano menor, un muchacho que parece haber adoptado los hábitos de su madre, a los que además se añaden actividades delictivas como el robo de bicicletas en la vía pública. Un periplo sobre el que sólo pone acento su hermana mayor, que no quita el sueño lo más mínimo a una madre que no les impide fumar en casa y que, a partir de cierto punto, se ausentará como si tal cosa fuese lo más normal. Sermon-Daï retrata, en definitiva, un panorama que ni siquiera está bordeado por la desafección, más bien por un pasotismo que tiende a fomentar el desorden del que se rodea Makenzy; no obstante, la cineasta huye en todo momento de la gravedad de un tono que se instaura en una naturalidad que delimita a la perfección los lindes de ese universo.
It’s Raining in the House se alza a través de esa cualidad como una obra que transita con extrañeza los parámetros de la ficción, pues si bien cabe destacar que la aproximación realizada por la debutante no otorga a su obra propiedades que la acerquen al documental, todo ello parece preso en no pocos instantes de un verismo patente; es así como el film de Sermon-Daï sortea terrenos un tanto manidos ya como el de la ‹coming of age› —de la que se pueden advertir trazos, pero en un plano muy accesorio— prestando atención a la caligrafía de unos personajes que poseen hondura sin necesidad de manifestar grandes inquietudes o exponer conflictos —de hecho, todo aquello que dispone en el relato como fuente de tal, es sorteado por la cineasta con habilidad—: al fin y al cabo, estamos ante una de esas etapas de aprendizaje y maduración donde encontrar el propio lugar se antoja esencial.
Paloma Sermon-Daï halla el espacio perfecto en esos días de verano, atisbando únicamente una preocupación, la de esa ausencia materna, que aclarará el propio curso de los acontecimientos, pero además dilucida y resuelve en un último plano, seguido de un diálogo esclarecedor, de lo más sincero, que no logra sino desnudar la esencia de uno de esos films donde el curso del tiempo posee las claves para continuar dando forma a un periplo en el que destaca la franqueza con que se expresa la realizadora, sin comprometer un tono —en el que destaca la total ausencia de banda sonora, otorgando así transparencia a la propuesta— que eleva una de esas obras tan diminutas y modestas como luminosas. Un cine, en definitiva, más necesario que nunca por la sencillez con que componer un mosaico alejado de trucos y laberintos tan propios de los días que corren.
Larga vida a la nueva carne.