El terror no tiene forma. La grotesca e inestable imagen que David Robert Mitchell expone no es más que una representación tangible, que no entendible, del horror que se desliza bajo el sustrato de esta It Follows. No existe en él una temporalidad, espacio o motivo concretos: el único punto de claridad que se arroja en torno a este es un medio de transmisión, el sexo, que funciona como única vía de escape ante una situación donde la incertidumbre se apodera de un contexto ciertamente particular. En efecto, con It Follows nos hallamos ante un horror que bordea lo clásico; que, como en aquella La cosa de John Carpenter, nunca sabemos qué forma corpórea puede tomar y cuál es el próximo lugar en el que podría hacer acto de aparición. Se efectúa así una despersonalización del horror que nos lleva no tanto a cuestionar las incógnitas que genera, sino más bien a palpar el desconcierto instaurado como característica central del mismo.
El marco fijado funciona en ese sentido como extensión directa del terror formulado por el cineasta: si en la introducción de ese ente se deduce una naturaleza volátil pero al mismo tiempo persistente, en la descripción del universo que presenta Mitchell hallamos una extraña indefinición que a su misma vez dota de carácter a ese entorno. La composición de un mundo que tan pronto nos remite a épocas pasadas (teles de tubo, teléfonos de sobremesa, vehículos que remiten a décadas pasadas…), como presentes e incluso futuras (algún móvil, ese ebook en forma de concha…) queda sujeta así a un ideario donde la adolescencia se sostiene como clave del mismo. No es casual, pues, que no haya rostros adultos o síntomas de madurez ni en la protagonista ni en el resto de personajes que aparecen en pantalla en It Follows. Incluso en ese marco, las relaciones forjadas parecen ligadas a una adolescencia perpetua que sólo se puede abordar desde lo sexual, desde la confrontación de ese terror que es el que en definitiva termina decantando los vínculos definitivos.
Pero en It Follows no todo es tan cerebral como se podría presumir a juzgar por la exposición de su particular universo, y tanto el hecho de haber mamado un género insondable como el saber administrar los diversos referentes juegan en favor de un film que conoce a la perfección el terreno en el que juega y lo interpreta con eficiencia. Más allá de una acertada fotografía que nos remite a tiempos pretéritos, de ese fantástico score teñido por sonidos electrónicos tan presentes en el cine de género de los 80 o incluso de la exposición de ciertos guiños surgidos prácticamente del subconsciente, se alza en It Follows la creación de una atmósfera que funciona como vía articular de ese terror imperecedero. Una atmósfera que, si bien se alimenta de los recursos predispuestos por Mitchell, encuentra además en la definición de ese horror y en el modo de formular su extensión un aliado incontestable.
Es a través de esa atmósfera donde los engranajes de It Follows funcionan, e incluso la perspectiva del espectador deviene otro gran estímulo: el horror no llega únicamente donde los personajes ven o comprenden, y el autor de The Myth of American Sleepover juega con ello estableciendo a través de esa traslúcida premisa (porque no olvidemos que todo germina con un individuo dirigiéndose de forma impasible hacia su víctima) otro notorio punto de fijación. Más allá de un subtexto con el que maniobra inteligentemente, It Follows se sustenta en base a un juego tan inquietante como terrorífico que mantiene al espectador en alerta manejando sus constantes con una sutileza (apenas se le puede reprochar nada; a lo sumo esa escena final que rompe en cierto modo el tono forjado) que, de tan eficaz, es heladora hasta un punto donde sobrecogerse es más un estado que un estímulo.
Larga vida a la nueva carne.