De la misma manera que Madonna rindió tributo a Cayo Ambergris con su tema La isla bonita, Fernando Colomo parece haber hecho lo propio con la isla de Menorca a través de Isla bonita, última película del ya veterano director que, en esta ocasión, también adopta el papel protagonista. O mejor dicho, uno de los muchos papeles protagonistas, ya que estamos ante una cinta de las llamadas corales, donde a cada personaje parece otorgársele igual importancia en el relato, evolucionando paralelamente al desarrollo de los acontecimientos. Además, la peculiaridad que distingue a Isla bonita es que cada actor se interpreta a sí mismo, confiriendo a la pieza final un aspecto bastante entrañable.
Lo que Colomo nos quiere contar en Isla bonita es una mezcla entre lo maravilloso del mundo que nos rodea y, a la vez, lo pésimo que puede ser sobrellevar la existencia, especialmente a causa de las relaciones frustradas. Es el caso de Fernando, un publicista que hoy subsiste a base de rodar documentales de bajo presupuesto, pero que antaño ganaba su buen dinero realizando anuncios televisivos. Con tres bodas y tres divorcios a sus espaldas, desde el principio se fija la idea de intimar con Nuria, una escultora que tampoco ha logrado mantener una relación estable más que la que le otorgó a su hija, Olivia, una joven que ha experimentado lo desastroso que puede ser un romance a distancia. Miguel Ángel, ex jefe de Fernando, tampoco está pasando sus mejores días con su pareja Silvia, ya que siente que ella podría labrarse un buen porvenir en vez de estar junto a él en la isla.
Leído así, tal entramado de relaciones podría indicar que estamos ante una película farragosa en su contenido, pero lo cierto es que es prácticamente la antítesis. Isla bonita se define desde un principio como una obra muy íntima, salida casi del corazón de su cineasta pero con diálogos lo suficientemente trabajados como para que semejante afirmación no implique algo nocivo. Con unos suaves trazos, Colomo esboza el carácter de cada personaje hasta que desde el otro lado de la pantalla nos resulta imposible no entender sus motivaciones y, por tanto, hacer que la película gane mucho interés. A ello contribuye especialmente un humor tan casual como certero, exento de chistes prefabricados, humor que hace reír al saber que entre nuestra familia o amistades también hay individuos semejantes a los que estamos contemplando.
Para ser una película rodada en tan bello paisaje, lo cierto es que Colomo no se regodea en exceso tomando panorámicas de la isla. Utiliza las bondades del entorno de una manera puramente narrativa, procurando no distraer al público de lo que de verdad importa. Esta circunstancia no exime, por supuesto, al hecho de que Isla bonita pueda ser una fabulosa postal turística de Menorca desde el punto de vista visual.
Sin embargo, en sus últimas escenas Isla bonita deja un regusto ciertamente amargo. Las diferentes tramas que tan bien se habían ido constituyendo a lo largo de la cinta se cierran de una manera casi abrupta, no sólo por su impacto en el estilo narrativo (mucho más veloz que la tónica general de la película) o por cómo se llega a ellas (demasiadas casualidades), sino también porque el tono general de este desenlace no casa con el espíritu de la obra y las oportunas reflexiones que de ella habíamos podido extraer.
Así, Isla bonita es capaz de dejar una hora y media de película muy agradable, convirtiendo los minutos que pasamos frente a la pantalla en una de las principales virtudes del cine como es vivir, por unos instantes, la vida de otras personas. Máxime cuando estas vidas que contemplamos están repletas de detalles que podemos apreciar en nuestra vida cotidiana y que lógicamente realzan el realismo de lo que nos están contando. Una pena asistir a tan decepcionante final, porque la cinta de Colomo iba camino de ser una de esas geniales sorpresas que la filmografía patria depara cada año.