El paso del tiempo puede servir para definir el colectivo de directores de cine en España desde que comenzó el nuevo siglo. Con un enorme grupo de los desaparecidos o jubilados como Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem, Fernando Fernán Gómez, Josefina Molina, Vicente Aranda, Jorge Grau, Manuel Gutiérrez Aragón, Iván Zulueta, Mario Camus o Pilar Miró. Otro gran conjunto de los que comenzaron antes o al poco de iniciarse la transición con Víctor Erice, Fernando Colomo, Fernando Trueba y Pedro Almodóvar. Les siguen Álex de la Iglesia, Chus Gutiérrez, Isabel Coixet, Enrique Urbizu, Icíar Bollaín y Alejandro Amenábar desde los años noventa. O ya en los dieciocho últimos años, realizadores provenientes de las escuelas, universidades y canteras surgidas en series o programas de televisión, encabezados por Juan Antonio Bayona, Alberto Rodríguez, Javier Ruíz Caldera y un creciente recambio de cineastas. A todos los citados les une cierta vocación industrial en el aspecto de buscar un cine que pueda ser estrenado en salas comerciales. Incluso puede que un francotirador que sigue activo y al que se complica su ingreso en los demás grupos sea Carlos Saura. Más allá de continuar con esta labor enciclopédica, si existe un director español además de los olvidados o marginales —que serán cientos— pero que logra estrenar tanto en cines minoritarios como en otros más concurridos, premiado en festivales y al que por su filmografía es difícil de categorizar, ese podría ser Isaki Lacuesta.
En el libro Cine XXI. Directores y direcciones, publicado en el año 2013, la entrada dedicada a Isaki Lacuesta y escrita por Alexander Zárate dice textualmente «Sus películas son historias de fantasmas entre dos mundos, entre dos tiempos, que quisieran recobrar su cuerpo entre los reflejos; identidades inciertas, fronterizas…». Esas líneas son una síntesis que incluso un lustro después se pueden ampliar con algunos de los largos rodados en estos años, obras como Murieron por encima de sus posibilidades, La próxima piel y Entre dos aguas. Aunque si existe un elemento que yo prefiero destacar del cineasta, un rasgo argumental perpetuo en su filmografía, es esa dualidad que Zárate solo sugiere pero que impera en el metraje de los films rodados por Lacuesta. Una bipolaridad que se manifiesta desde los propios títulos citados u otros como Los pasos dobles y Cravan vs. Cravan. Esto es, que ya es el propio enunciado de cada obra el que nos enfrenta a los espectadores con esa duplicidad que se despliega en la narración. Situación ambivalente que se complica con una condición autoral a cuatro manos en los guiones y codirección circunstancial con Isa Campo. Pero una repetición o desdoblamiento, al fin y al cabo, que también se caracteriza por el trabajo documental cruzado con el ficticio, el documental de creación que sirve como etiqueta para varios de sus films o la ficción documentada que se extrae de las imágenes.
La leyenda del tiempo comienza con los acordes de la canción compuesta por Kiko Veneno e interpretada por Camarón de la Isla, unos ecos legendarios que resuenan mientras Makiko, una enfermera japonesa, mira las imágenes en vídeo del entierro del cantaor. Al mismo tiempo se nos presenta a Isra y Cheíto, dos hermanos gaditanos adolescentes, gitanos y residentes en San Fernando —la Isla para el universo flamenco—. La secuencia que relaciona las dos latitudes separadas por el espacio y el tiempo no desentonan con la música que sirve de unión entre ambos extremos. Lacuesta las planifica de forma sencilla, dotando la conexión de una facilidad para la que se necesita mucho rodaje cinematográfico. Esta raza narrativa tan poco frecuente dentro de la artificiosidad y artificialidad del cine contemporáneo es una garantía que sabe administrar el director desde sus inicios.
Estos son los fundamentos que sostienen la grandeza de su segundo largometraje, un documental que fluye como la mejor ficción. Emocionante por sus tramas, la evolución de unos personajes que no deja al azar de las circunstancias ni los abandona, incluso en su prolongación, doce años después, con Entre dos aguas. El realizador de origen catalán demuestra un cosmopolitismo que se impregna de las luces, colores, el viento y el sabor de las salinas que rodean a sus protagonistas, dos hermanos que consiguen la naturalidad imposible delante de una cámara. Cada discusión, pelea, conversación o broma entre los dos supone un momento de verdad que se traduce en cine puro. El aprendizaje de Isra gracias a mentores como el pescador y cocinero nipón, el abuelo afilador o el vecino que los anima a estudiar. Esa mirada que respeta las costumbres, recuerdos y acciones de los implicados, con especial dedicación a los comportamientos entre los jóvenes menores de edad, sin agobiarlos ni plastificarlos, una forma de acercarse al segmento de edad que tan bien lograba en La próxima piel.
Y no termina todo por la mirada de los hermanos, sino que continúa con la llegada a Cádiz de la mujer japonesa empeñada en aprender a cantar como el príncipe Camarón, ayudada por Jesús Monje, el propio hermano de la leyenda. Tal vez esta segunda parte sea más pactada entre los artífices, menos pegada al paso corriente del tiempo, pero supone el contraste que remite al principio, a esa tesis que podría suponer la narración del niño Isra como un avatar infantil del propio Camarón, una tesis que no se sostiene de ninguna forma pero que apunta a la propia leyenda del tiempo, al pasado, al futuro a esas salinas que surcan las mareas, al entendimiento entre un caló y un oriental. A Federico García Lorca y «el sueño que va sobre el tiempo, flotando como un velero».