«¿Quién dijo que el tiempo cura todas las heridas? El tiempo lo cura todo, excepto las heridas. Con el tiempo, la herida de la separación pierde sus contornos reales. Con el tiempo, el cuerpo deseado ya no lo será más, y si el cuerpo deseado ha dejado de serlo para el otro, lo que queda es una herida sin cuerpo.»
Samura Koichi – extracto de Sans Soleil, de Chris Marker.
De las imágenes que manipula Isaki Lacuesta se destila un amor infinito por aquello en lo que decide profundizar. Es capaz de crear un diálogo constante entre imagen y sonido para compartir una visión personal, la suya propia, con aquel que se acerque a su cine. Es ahora la ficción la que nos hace recordar su nombre, pocos días han pasado de la llegada a salas de Murieron por encima de sus posibilidades, una sátira que ya sedujo a alguno de nuestros malditos, pero es el otro cine que le ha visto crecer como autor, el documental (no se puede hablar de no-ficción en su caso, pues la inventiva es una de sus prioridades visuales y narrativas), el que va a ocupar mi tiempo a partir de ahora.
Comenzar con una cita que el propio Marker (a través de una de sus melosas voces en off) cita en su documental Sans Soleil es fruto del recuerdo que me provoca su mediometraje Las variaciones de Marker, un digno, ocurrente y evocador homenaje a lo que él nos presenta como un personaje imprescindible en el cine y la forma de comprender su lenguaje: el montaje. Lacuesta, como discípulo avanzado de este gran maestro maneja los tiempos y las imágenes como el sonido de un bajo que marca los «tempos» visuales. Permite latir una historia robando pequeños fragmentos de muchas otras y dotándole de un renovado sentido con un hilo conductor, una voz que se recrea y retroalimenta de lo que podemos contemplar. Nos ofrece un juego a dos bandas que tan bien funciona. A tres, si contamos con nuestra implicación en la historia.
No hay que alejarse mucho de Marker y sus frutos para concebir la necesidad de Lacuesta de abordar otro de esos impulsos cinematográficos que dan vida a ese mundo: una actriz, una que se convirtió en imprescindible hasta ser olvidada, una que irrumpe en innumerables sueños húmedos y que evoca en la mirada una perpetua vida pasional (sin necesidad de cumplirla). Muchos nombres sirven para esta descripción, pero sólo una de esas estoicas bellezas del cine norteamericano es la elegida para protagonizar el documental La noche que no acaba. Sólo una mujer, y mil rostros para difuminar su luz.
Ava Gardner.
Lacuesta se apoya de nuevo en sus firmes manos para crear un diálogo interno entre la propia Ava Gardner a través de su montaje. Todas las máscaras de Ava forman una pintura de trazo grueso en la que perfilar detalles con un fino pincel. La intención del director es rememorar a la mujer que era incapaz de reconocerse en la gran pantalla, y para ello se apoya en su relación con España, desde su primera película rodada en nuestro país, Pandora y el holandés errante, rodada en Tossa de Mar en 1950, hasta el telefilm Harem, su último paso por nuestras tierras en 1985.
La idea no es realizar un simple repaso por la vida de una mujer compleja, con un largo recorrido y enormes secretos, lo que significaría una visión estándar de cualquier personaje público. En realidad lo que desea es narrar el verdadero impacto que causó, la huella que dejó impresa a su paso por el país, más allá de lo que se pueda ver en el paseo de la fama de Hollywood. Desde este rostro público conocemos, por ejemplo, la marca de cambio que causó la llegada de los rodajes estadounidenses, el choque cultural, el franquismo y la tauromaquia. Mientras tanto, es ella a través de sus películas quien con detallados movimientos y una expresiva mirada nos confirma que hay un personaje irreconocible bajo un guión que interpretar. ¿Quién es realmente Ava Gardner? Qué importa, si ha transmitido un recuerdo imborrable a cada una de las personas que se cruzaron con ella.
Remitiendo a su parte experimental, manipula los movimientos de la actriz para hacerla partícipe de todo aquello que se cuenta de ella, convirtiéndola en el elemento más vivo de esta historia. Sin necesidad de preguntarle, encuentra la respuesta en todas sus películas, incluso permite que interactúe con ella misma, dando voz a la persona a través de los múltiples personajes, esos que siempre parecen recaer en femmes fatales.
Isaki Lacuesta imprime su propia visión y convierte de nuevo su película en un plausible homenaje donde la protagonista respira en cada fotograma, conformando su hilo conductor en una narración que se ha convertido en su sello de identidad. La noche que no acaba es ese tiempo que ha pasado y deja la herida, sin necesidad de un cuerpo.