Repensar el desierto
Las películas de Fernando Arrabal están adornadas de una belleza bizarra que compete al ojo y le hace sangrar. Es imposible extraer de la memoria el desenlace de Viva la muerte, quizá su película más conocida a causa de su empeño en arrojar una mirada feroz sobre las severas consecuencias de la Guerra Civil. El film, que ostenta un punto medio entre la imagen dialéctica de Eisenstein y la tentación de la carne de Pasolini, se despide con una de las imágenes alegóricas más potentes jamás confeccionadas por un cineasta español, y que remiten directamente al imaginario del toro y la carnicería.
En el caso de Iré como un caballo loco, si Jodorowsky en El Topo reconfiguraba el western en clave surrealista, inoculando elementos que no se ajustaban a lo que anteriormente había ofrecido el cine de Hollywood, Arrabal oscila en una órbita similar.
La película sigue a Aden Rey, un hombre epiléptico que ha huido al desierto y es buscado por la policía. A causa de los traumas que ha ido desarrollando no puede huir de la sombra materna, a la que se alude a través de las analepsis. En el desierto se encuentra con Marvel, un hombre sin civilizar acompañado de una cabra. Estos tres pintorescos personajes, una vez unidos por el destino, viven una suerte de peripecias que configuran el relato del film.
No es tanto en la estética donde Arrabal se siente más cómodo, sino en el manejo del horizonte de expectativas del espectador y en el choque entre los elementos. Cuando el público intuye que la trama va a seguir una causalidad y va a mostrar un encadenamiento previsible de acciones, el cineasta, sorpresivamente, sacude la mirada del espectador con un discurso que pretende satirizar, o con una imagen que ocasiona un desgarro en la pantalla. En la película, Marvel representa la inocencia y la pureza (difícilmente olvidable el momento satírico en el que dialoga con la estatua de Cristo), mientras que Aden Rey el vicio de la urbe. Una de las imágenes más traumáticas que arrastra, y que David Lynch elevaría a la categoría de la pulsión en Terciopelo azul, es la visión del niño del coito.
El de Arrabal es un cine del espasmo y los fluidos, y también de los impulsos reprimidos. No estamos lejos de Ken Russell, Carmelo Bene o de Makavejev, que desde un instinto más paródico y asociado al collage de escenas, también hicieron detonar la sexualidad y la violencia en los años setenta. En esa dirección, el desierto, en Iré como un caballo loco representa un punto cero de la sociedad, un emplazamiento originario donde ésta debe reencontrarse a sí misma aún cuando arrastra todas las matanzas que ha propiciado y sigue anclada a unos vetustos mecanismos de poder. El desierto es una encarnación metafórica que desvirga al hombre y lo enfrenta a la totalidad, a la inmensidad de lo mismo. Es un entorno hostil y amable al mismo tiempo, y si en el género del western es un ambiente para el enfrentamiento entre los pueblos, Arrabal reconfigura esta idea para trasladarla a la colisión de los conceptos anteriormente citados. El imaginario del director es desbordante, orgiástico y totalmente imprescindible si se quiere entender el cine como una máquina de generar ideas e incomodidad.